La niña besó al perro que se había convertido en su amigo más cercano. Lo que el perro hizo en respuesta hizo que el corazón de la madre se detuviera por un instante.

Valentina cerró de golpe la puerta de la lavadora.
El sonido metálico resonó por todo el pequeño apartamento de dos habitaciones. Murmuró entre dientes:
— Ni siquiera se llevó al perro. Solo dejó las facturas… y esta carga.
Desde el sofá levantó la cabeza Zénit —un pastor alemán grande, con el collar apretado alrededor del cuello fuerte—. Sus ojos amarillos se clavaron en Valentina. Su marido llamaba a eso lealtad. Ella lo sentía como reproche.
— No me mires así —refunfuñó—. Tú eras su perro, no el mío.
— Mamá, no te enojes con Zénit —se oyó una vocecita suave.
En la alfombra estaba sentada Katia, una niña de rizos rebeldes y suéter rojo demasiado grande. Sostenía la cola del perro como si fuera una cuerda, pero Zénit no se movía.
— Te dije que no lo tires, no es un juguete.
— Él me quiere —dijo Katia con toda seriedad—. Siempre me deja jugar y me ayuda.
Valentina sonrió con amargura:
— ¿Ayudar? Tu “ayudante” no hizo nada cuando tu padre se fue. No ayuda con el alquiler ni con la comida. Solo come como si fueran dos.
Katia frunció el ceño, dolida:
— Es mi mejor amigo.
Zénit pareció entender el tono. Se acercó despacio y, con su cuerpo fuerte, protegió a la niña del borde de la mesa donde un vaso de cristal amenazaba con caer. Su pecho se apoyó en la espalda de Katia, como un escudo.
Valentina bufó:
— Siempre estorbando.
— No, mamá —rió Katia acariciándole el lomo—. Mira cómo ayuda.
Empujó un cubo que rodó bajo el sofá. La niña trató de alcanzarlo, pero sus manos eran demasiado cortas.
— ¡Mamá, se fue debajo!
Valentina iba a levantarse, pero Zénit adelantó una pata y empujó el cubo hacia la niña.
— ¿Ves, mamá? ¡Me ayudó!
El corazón de Valentina se apretó. Cada movimiento del perro parecía lleno de intención, de ternura. Recordó las noches en que él traía la manta cuando Katia lloraba, o cuando devolvía la taza caída. “Solo quiere atención”, se dijo a sí misma.
Katia lo abrazó por el cuello:
— Buen chico.
El perro se inclinó, su mirada se cruzó con la de Valentina —seria, profunda, como si entendiera cada palabra—.
— No te hagas el listo —dijo ella, conteniendo las lágrimas—. Eres solo un perro. No puedes arreglar nada.
— ¡Mamá, no le grites! —respondió Katia, alzando la voz por primera vez, no para defenderse, sino para defenderlo a él.
Aquellas palabras atravesaron el corazón de Valentina.
Del piso de arriba sonó un golpe en los radiadores. El vecino gritó:
— ¡Más silencio ahí abajo!
— ¡Ocúpate de tus asuntos! —rugió ella, y volvió a mirar al perro—. Todos te odian, solo traerás problemas.
Zénit no se movió. Empujó una tacita de juguete hacia Katia. Ella aplaudió feliz.
Valentina quiso decir que no tenía importancia, pero algo en su interior cambió. El marido se había ido, sí… pero el perro se había quedado. Y tal vez había una razón.
Unos minutos después, Katia estaba en el sofá con un osito de peluche que Zénit nunca dejaba tocar a nadie. Sin embargo, él mismo se lo había llevado a la niña.
— Gracias, Zénit —susurró Katia, rozando su hocico con un beso.
— ¡Katia, no! —gritó Valentina.
Pero ya era tarde. Zénit bajó su gran cabeza y apoyó la frente suavemente contra el rostro de la niña. Tranquilo. Seguro.
— Mamá, ¿lo viste? —susurró Katia—. ¡Me besó de vuelta!
El corazón de Valentina latía con fuerza. No era simple lealtad. Era un lazo real, profundo.
El vecino volvió a golpear la batería, pero ella ya no escuchaba. En aquella habitación solo quedaban su hija y el perro —el guardián fiel de su pequeño mundo.
— Te quiero, Zénit —susurraba Katia.
Valentina se sentó en el sofá, y las lágrimas comenzaron a caer solas.
— Debería habérselo llevado… Pero quizá lo dejó aquí por ella.
— Ahora es nuestro —sonrió Katia.
Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Valentina sintió lo que había olvidado: la paz de sentirse a salvo.