El perro quería ver al recién nacido, y el padre se lo permitió. Pronto, hizo algo que nadie esperaba, salvando a toda la familia.
Mark y Lena habían caminado largo tiempo hacia su felicidad. Cinco años de intentos, cinco abortos, hospitales, esperanzas, plegarias, y un día ya no creían que un milagro fuera posible. El único ser que nunca los abandonó fue Milo, un pequeño shih-tzu blanco que Mark había encontrado detrás de unos garajes bajo la lluvia fría y húmeda. El perro temblaba, apenas respiraba, y Mark, sin pensarlo, lo envolvió en su chaqueta y lo llevó a casa.
—Lo llamaremos Milo —dijo Lena—. Significa “querido”.
Desde entonces se convirtió en su hijo. Compartía con ellos la comida, la cama, las alegrías y las lágrimas. Cuando Lena lloraba, Milo apoyaba su hocico en sus piernas. Cuando Mark se enfadaba, el perro se sentaba a su lado, y la ira se desvanecía.
Y entonces ocurrió el verdadero milagro: Lena quedó embarazada. El embarazo fue difícil, pero Milo no se separaba ni un instante de ella. Cuidaba su sueño, gruñía ante cualquiera que se acercara demasiado.
—Ya se siente niñera —bromeaba Lena.
—Simplemente está demasiado apegado —refunfuñaba Mark—. Cuando nazca el bebé, tal vez se ponga celoso.
El parto casi le cuesta la vida a Lena. Cuando todo terminó, Mark lloró por primera vez en mucho tiempo: su hijo estaba vivo. Pequeño, llorón, pero vivo. Y en ese instante despertó en él el miedo de perder esa felicidad.
—Nada de perros cerca del niño —dijo con firmeza al regresar a casa. Milo fue encerrado en el armario.
El perro no aullaba. Solo gimoteaba en silencio, rascando la puerta con las patas. Lena no pudo soportarlo; en secreto le llevaba comida, le acariciaba las orejas y le susurraba:
—Aguanta, pequeñín. Pronto todo volverá a ser como antes.
Pero todo empeoró. Milo adelgazaba, no comía, no dormía. Solo esperaba.
Una noche, Mark se despertó y se quedó paralizado: la puerta de la habitación del niño estaba entreabierta. Y allí estaba Milo. El pequeño perro miraba al bebé sentado en el suelo. Mark lo sacó de un tirón por el collar.

—¡Podrías haberlo mordido!
El perro no se resistió, solo bajó la mirada.
—¡No hizo nada! —exclamó Lena—. Solo lo miraba.
Pero la puerta se cerró de golpe. Otra vez oscuridad. Otra vez soledad.
Pasaron unos días. El bebé lloraba sin cesar. Los medicamentos no ayudaban. Mark corría de un lado a otro, Lena lloraba. De pronto, desde el armario se oyó un ladrido, agudo y desesperado.
—¡Cállate! —gritó Mark, pero Milo no se detuvo.
—Siente algo —dijo Lena—. Déjalo acercarse.
Mark vaciló, luego suspiró y abrió la puerta. Milo salió corriendo, pero no atacó; se tumbó en el suelo y se acercó al bebé, olfateándolo con cuidado y lamiendo suavemente su diminuto pie. Timoféi, que un segundo antes lloraba, se detuvo… y se rió.
Mark no podía creerlo. Lena susurraba:
—Solo quería conocerlo.
Desde esa noche, Milo nunca más fue encerrado. Dormía junto a la cuna, vigilaba mientras Lena alimentaba al niño, gimoteaba si se movía. Se convirtió en parte de la nueva vida.

Un mes después, durante una tormenta, la luz se apagó y Timoféi empezó a ahogarse: una hebra de la manta se enredó en su cuello. Milo ladró con fuerza, alertando a Lena, quien corrió hacia la cuna. Mark apareció, retiró la hebra y el bebé pudo respirar. Lena lloraba, y Mark, arrodillado acariciando al perro, dijo:
—Salvaste a mi hijo.
Desde entonces, Milo dejó de ser solo una mascota: era guardián, amigo, hermano. Cuando Timoféi pronunció sus primeras palabras, no dijo “mamá” ni “papá”, sino:
—Mai.
Lena rió y Mark lloró.
Ahora, cada tarde, cuando la familia se reunía en la veranda y el perro blanco correteaba bajo sus pies, Mark solía decir mirando a su hijo:
—No estaba celoso. Solo cuidaba a su hermano.
Y en ese instante comprendía que su hogar, el amor y la fe habían regresado gracias a aquel que solo quería estar cerca.