Todas las enfermeras que atendían al hombre en coma comenzaron a quedar embarazadas una tras otra. La verdad, que pronto salió a la luz, conmocionó a todos

 Todas las enfermeras que atendían al hombre en coma comenzaron a quedar embarazadas una tras otra. La verdad, que pronto salió a la luz, conmocionó a todos

La primera vez que ocurrió, el doctor Jonathan Mercer pensó que era una simple coincidencia. Las enfermeras se quedaban embarazadas con frecuencia; en un hospital, la vida y la muerte convivían tan de cerca que la gente buscaba consuelo como podía. Pero cuando la segunda enfermera que había atendido a Michael Reeves anunció su embarazo, y luego la tercera, algo en su mente racional comenzó a tambalearse.

Michael Reeves llevaba más de tres años en coma. Tenía 29 años y era bombero; había caído desde un edificio en llamas durante un rescate en Detroit. En el hospital St. Catherine’s, su caso se había convertido en una tragedia silenciosa. El joven de rostro sereno y mandíbula firme que nunca despertaba. Cada Navidad llegaban flores de desconocidos, y las enfermeras comentaban lo tranquilo que parecía. Nadie esperaba nada más allá de ese silencio.

Hasta que el patrón se hizo evidente.

Todas las enfermeras embarazadas habían trabajado turnos largos en la habitación 312B, cuidando de Michael. Ninguna tenía una explicación clara; algunas estaban casadas, otras no, pero todas afirmaban lo mismo: no habían tenido relaciones en meses. Avergonzadas y asustadas, pidieron ser reasignadas.

El rumor se propagó rápido. Algunos hablaban de contaminación química, otros de un extraño virus o de una reacción hormonal colectiva. El doctor Mercer, sin embargo, no encontraba respuestas científicas. Los análisis de Michael eran los mismos de siempre: constantes estables, actividad cerebral mínima, ninguna reacción física.

Hasta que decidió instalar una cámara oculta.

Una noche de viernes, cuando el hospital quedó en silencio, Mercer entró solo a la habitación 312B. El aire olía a desinfectante y a lavanda. Michael seguía inmóvil, conectado a las máquinas que zumbaban con monotonía. El médico ajustó la cámara y pulsó “grabar”. Esa noche, por primera vez, sintió miedo de descubrir la verdad.

Al revisar las imágenes al día siguiente, vio algo inesperado. La enfermera Laura Kane entró, revisó el suero y se quedó junto al paciente más tiempo de lo normal. Luego le tomó la mano, la besó con ternura y comenzó a llorar. Mercer contuvo el aliento. No había nada indebido, solo una mujer hablando con un hombre dormido, aferrándose a una esperanza imposible.

Revisó horas de grabación. Distintas enfermeras, la misma escena: cantaban, rezaban, leían en voz alta. Ninguna conducta inapropiada, solo humanidad y tristeza. Hasta la sexta noche.

A las 2:47 a.m., el monitor cardíaco de Michael se aceleró. Su pulso subió de forma repentina. La enfermera de turno se acercó, le tocó la muñeca… y los dedos del paciente se movieron. Fue un gesto mínimo, casi invisible, pero real. Mercer no lo podía creer.

Los nuevos exámenes mostraron ligeros signos de actividad cerebral. ¿Y si Michael estaba empezando a despertar? Todo parecía apuntar a un milagro… hasta que llegaron los informes de ADN.

El laboratorio confirmó algo imposible: los cinco fetos compartían el mismo padre biológico. Y ese padre era Michael Reeves.

El doctor Mercer repitió las pruebas en tres laboratorios distintos. El resultado fue idéntico. El hombre en coma era el padre de cinco hijos no nacidos.

Cuando la noticia se filtró, el país entero habló del “Milagro de la habitación 312B”. Algunos lo llamaron intervención divina; otros, crimen. Mercer no creía en milagros, sino en datos, y los datos contaban otra historia.

Una investigación interna reveló la verdad. Un exenfermero, Daniel Cross, había estado involucrado en un proyecto de investigación sobre fertilidad en pacientes en estado vegetativo. Al perder la financiación, decidió continuar por su cuenta. Había extraído y utilizado material genético de Michael sin permiso, inseminando a las enfermeras sin su conocimiento.

El escándalo fue devastador. Cross fue arrestado, el hospital enfrentó demandas millonarias y las víctimas recibieron compensaciones. Mercer, consumido por la culpa, renunció poco después.

Michael Reeves, por su parte, empezó a mostrar leves signos de consciencia: un parpadeo, un movimiento en la mano. Pero nadie quiso volver a la habitación 312B. El aire allí era pesado, cargado de algo más que dolor: un recordatorio de hasta dónde puede llegar el ser humano cuando confunde la ciencia con el poder.

La habitación fue sellada para siempre. En la placa junto a la puerta aún puede leerse su número: 312B. Detrás, solo queda silencio. Y el eco de un misterio que nunca debió existir.

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