Un caballo rompió de repente el escaparate de una tienda: cuando el dueño comprendió por qué lo había hecho, su corazón se llenó de horror.
Era un día caluroso. El aire vibraba sobre la calle, el sol derretía el asfalto y todo parecía congelado por el calor. El dueño de una pequeña tienda contaba el dinero detrás del mostrador cuando de repente se escuchó un estruendo extraño —un ruido que le recorrió un escalofrío por la espalda.
—¿Qué…? —no pudo terminar la frase cuando, de pronto, un caballo apareció en la acera frente al escaparate.
Parecía surgir de la nada: enorme, despeinada, con espuma en los labios. Sus ojos reflejaban un miedo absoluto. De repente se encabritó y, con un relincho ensordecedor, golpeó con sus cascos la puerta de cristal.
¡BANG!
El vidrio comenzó a resquebrajarse. Otro golpe más y el escaparate se desplomó como cristal fino. Los rayos del sol brillaban en los fragmentos esparcidos por el suelo, mientras el caballo, jadeando, daba un paso atrás, como si esperara algo.
—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó el dueño, saliendo del mostrador.
Pero el animal no atacó. Giró, golpeó el asfalto con los cascos y salió corriendo. El hombre, enfurecido y asustado, salió tras él, con el corazón latiéndole a mil por hora.
—¡Alto! —gritaba, esquivando coches— ¡Monstruo, detente! ¡Responde, aunque sea!
Pero el caballo no parecía escuchar. Galopaba por la calle, relinchando de manera prolongada, lastimera, casi humana. Y de pronto se detuvo.
El hombre corrió hacia él… y se quedó paralizado.

A la sombra de un árbol, junto a la carretera, yacía un pequeño potro. Su cuerpo temblaba, respiraba entrecortadamente y en un costado tenía sangre y rasguños recientes. Todo quedó claro: había sido atropellado y dejado a morir.
La madre se acercó, tocó al pequeño con el hocico y relinchó suavemente. Ese sonido le caló hasta los huesos. El hombre sintió que algo se rompía dentro de él.
—Lo siento… —susurró—. Solo querías que alguien ayudara.
Tomó al potro en brazos y corrió hacia su coche. El caballo —la madre— lo siguió, respirando con dificultad, sin apartar los ojos del bebé.
Las horas en la clínica veterinaria se hicieron eternas. El golpeteo de las puertas, el olor a antiséptico, los susurros de los médicos. Finalmente, el veterinario salió:
—Tuviste suerte —dijo con voz cansada—. Sobrevivirá.
El hombre miró por la ventana. En el césped frente a la clínica estaba el caballo. Cansada, cubierta de barro, se tumbó en la hierba sin apartar la mirada de la puerta.
Más tarde, cuando reemplazaron el vidrio de la tienda, en el nuevo escaparate colgaron una foto: el caballo y su potro. Y debajo, un cartel:
«A veces incluso la locura no es más que amor gritando por ayuda».