Al inspeccionar el equipaje de la anciana, un agente notó algo extraño en el escáner y pidió ver la maleta: el descubrimiento dejó a todos atónitos

 Al inspeccionar el equipaje de la anciana, un agente notó algo extraño en el escáner y pidió ver la maleta: el descubrimiento dejó a todos atónitos

La anciana parecía cansada, pero tenía una sonrisa amable. En el control de pasaportes explicó con voz tranquila que volaba para pasar el invierno con sus nietos. Hacía mucho que no los veía y los echaba de menos. Tras revisar sus documentos, arrastró su viejo maletín gris hacia la cinta de inspección.

El agente de seguridad, un joven con el uniforme impecable, observaba la pantalla del escáner sin demasiado interés, hasta que algo le llamó la atención. En el interior de una de las maletas aparecía una forma inusual.
—Un momento… —murmuró frunciendo el ceño—. ¿Qué es eso?

Levantó la vista hacia la anciana del pañuelo floreado, la dueña del equipaje sospechoso.
—Señora, ¿qué lleva en la maleta?
—Nada importante —respondió ella suavemente—. Solo algunos regalos para mis nietos.
—Señora —dijo el oficial con tono firme—, eso no parece cierto. ¿Qué hay adentro?

La mujer bajó la mirada. Sus manos comenzaron a temblar.
—No es nada… Ya le dije.
—Entonces tendré que abrir el equipaje —anunció el agente.

—¡No puede hacerlo! ¡No le daré la clave! —gritó ella.
Pero ya era tarde. Con unas pinzas, el oficial rompió el candado. La maleta se abrió y todos alrededor quedaron inmóviles.

Dentro había tres gallinas vivas. A un lado, un puñado de granos y una vieja manta con la que la mujer, probablemente, las cubría durante el viaje. Una cacareaba suavemente; otra intentaba salir del maletín.

—Son… ¿gallinas vivas? —dijo el agente, sorprendido.
—Sí —contestó la anciana con calma—. Les dije que eran regalos para mis nietos.

—Señora, sabe que está prohibido transportar animales sin documentos.
La mujer suspiró con tristeza.
—Solo quería que mis nietos comieran sopa fresca. Todo allá es caro, y estas gallinas las crié yo misma. Son buenas, de casa.

El agente guardó silencio. Miró a su compañero, que solo levantó los hombros. Tras una breve consulta, el jefe decidió entregar las aves al servicio veterinario y redactar un informe sobre la pasajera.

Mientras sacaban cuidadosamente a las gallinas, la anciana lloraba.
—Perdónenme… No quise hacer nada malo.
—Lo entendemos, señora —respondió el oficial con voz suave—, pero las reglas son las reglas.

Las gallinas fueron enviadas a cuarentena, y más tarde una granja local aceptó acogerlas. A la mujer se le permitió continuar su viaje, aunque sin su “regalo”.

Antes de abordar, se volvió hacia el agente y le dijo en voz baja:
—Dígales que no me olviden… esas gallinas son mías.

El joven sonrió por primera vez en todo el día.
—Se lo prometo, señora —respondió—. Estarán en buenas manos.

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