Una manada de lobos bloqueó el paso de un tren en la taiga siberiana. Cuando el maquinista se dio cuenta de a quién estaban protegiendo, se le cortó la respiración.

 Una manada de lobos bloqueó el paso de un tren en la taiga siberiana. Cuando el maquinista se dio cuenta de a quién estaban protegiendo, se le cortó la respiración.

El joven maquinista Richard estaba acostumbrado a los imprevistos en las vías. La taiga rara vez dejaba pasar un día sin sorpresas: nieve, tormentas, animales en los rieles. Pero lo que sucedió aquel enero quedó grabado en su memoria para siempre.

Frente a él, sobre las vías, se encontraba una manada de lobos. Una decena de bestias fuertes, con pelajes densos y ojos color ámbar. Normalmente, los animales se dispersan ante el estruendo de un tren acercándose, pero estos no se movieron ni un centímetro. Formaban una pared sólida, mirando fijamente la cabina, tranquilos, casi conscientes, como si protegieran algo muy importante.

Richard tocó la bocina con fuerza. El sonido retumbó en la taiga, rebotando entre los abetos. Los lobos no se inmutaron. Entonces tiró de la palanca de freno de emergencia. Las ruedas chirriaron sobre los rieles, el metal gimió, y su corazón latía como si también intentara detener aquel monstruo de acero.

El tren se detuvo a pocos metros de los lobos. La nieve se posó suavemente y el aire vibraba de tensión. Richard contuvo la respiración… y entonces la manada comenzó a abrirse, lentamente, como si levantara un velo.

Allí, sobre los rieles, yacía un hombre. Un anciano, con la ropa hecha jirones y las manos esposadas. Su rostro estaba cubierto de sangre y nieve. Richard lo reconoció al instante: era Paul, el guardabosques local que conocía desde niño.

Se lanzó hacia él, rompió las esposas y escuchó algo que le recorrió la piel como electricidad. Los cazadores furtivos —los mismos con los que Paul había luchado durante años— lo habían capturado y, para eliminar testigos, lo habían atado a las vías, dejándolo a merced de la muerte.

—Pensé que era el fin… —susurró el anciano con voz áspera—. Pero entonces escuché aullar…

Resultó que los lobos, a quienes él había protegido de los humanos durante años, habían acudido a salvarlo. Lo rodearon en un círculo visible desde lejos y no permitieron que el tren pasara.

Desde ese día, cada vez que Richard recorre aquel tramo, reduce la velocidad sin darse cuenta. Entre el vapor helado y la neblina de nieve, a veces cree ver siluetas grises entre los árboles: los silenciosos guardianes de la taiga, recordándole que la verdadera gratitud también existe en la naturaleza salvaje.

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