Una cirujana de fama mundial, que se quedó sin hogar, salvó a una mujer atrapada en el lodo. Cinco años después, descubrió la terrible verdad sobre la mujer a la que había salvado.
El viento frío del este arrastraba sobre el vertedero jirones de plástico y periódicos arrugados, como restos de vidas ajenas. Sobre las montañas de basura flotaba una niebla punzante, mezcla de humo, polvo y olvido.
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Aquí, al borde de la ciudad, donde el asfalto se convertía en barro, vivía Alice Moreno.
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Alguna vez fue la doctora Alice Moreno, brillante cirujana, premiada, con una carrera deslumbrante y un apartamento con vista al río. Ahora su hogar era un tubo de hormigón bajo un viejo puente, cubierto con periódicos y trapos.
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El bisturí había sido reemplazado por un cuchillo oxidado, la bata por una chaqueta raída. No se quejaba. Simplemente vivía, día tras día, como pagando por un pecado que no recordaba.
Aquella noche llovía. Alice regresaba con su “botín”: dos latas de conserva y un paraguas con los radios rotos. La débil luz de su linterna casera captó un movimiento entre la basura. Al principio pensó que era un gato, pero luego escuchó un gemido.
Bajo un montón de desechos yacía una mujer, joven, con un abrigo desgarrado y empapada hasta los huesos. Su rostro era pálido, los labios azulados. Alice cayó de rodillas a su lado. Los instintos parecían despertar: en menos de un minuto, se convirtió de nuevo en médico.
Pulso débil. Piel fría. Respiración convulsiva. Todo claro: hemorragia interna. La muerte era cuestión de horas.
—Dios… —susurró, temblando mientras contenía el temblor con las manos.

¿Huir? ¿Llamar a alguien? ¿A quién? Nadie creería a una mujer sin hogar con el rostro sucio y ojos ajenos. Y simplemente comenzó a actuar.
Quitó su chaqueta para abrigar a la herida. Palpó el abdomen: duro, tenso.
—Ruptura de bazo… o del hígado —murmuró.
A un kilómetro estaba un viejo garaje, su refugio en días de tormenta. Levantó a la mujer, ligera como un niño, y tropezando, la arrastró por el barro.
El garaje estaba vacío. Alice encendió la linterna, extendió trapos y sacó de su escondite una caja de metal: todo lo que quedaba de su vida pasada: bisturí, pinzas, agujas, un frasco viejo de alcohol.
Las manos no temblaban. Solo su corazón latía con fuerza desbocada. El corte fue preciso, seguro. La sangre fluyó, densa y oscura. Alice cosió, vendó, respiró junto a la mujer, como si estuviera salvando parte de sí misma.
Tras dos horas, todo terminó. La paciente respiraba. Vivía.
Al amanecer abrió los ojos.
—¿Dónde estoy? —balbuceó.
—En el garaje —respondió Alice, sentándose junto a la pared.
—¿Usted… es doctora?
—Alguna vez lo fui.
La mujer se llamaba Louisa Hoffman, hija de un empresario influyente. Había sufrido un accidente; el coche se salió del camino y milagrosamente llegó al vertedero.
Al día siguiente, su seguridad la recogió. Louisa lloraba, suplicando que Alice se fuera con ella, pero Alice negó con la cabeza:
—Mi lugar está aquí.
Louisa dejó un sobre y una nota: “Me salvó la vida. Si algún día decide volver, búsqueme.” Alice quemó la carta. Guardó el dinero. Y siguió adelante.
Pasaron los años. La ciudad cambió, pero el cielo sobre el vertedero seguía igual. Alice vivía ahora bajo un puente ferroviario, atendiendo a los sin hogar, vendando heridas, extrayendo balas. La gente la llamaba simplemente: La Doctora.
Un día se le acercó un hombre con un abrigo caro.
—¿Doctora Moreno? —preguntó.
Alice se detuvo.
—Ese nombre no existe.
—Soy Sebastián Hoffman, hermano de Louisa. Usted le salvó la vida hace cinco años.
Alice se apartó.
—¿Está viva?
—No —dijo en voz baja—. Murió ayer, de cáncer. Y… la ha estado buscando todo este tiempo.

Le extendió un sobre sellado por un notario.
—Le dejó una herencia. Y… algo más.
Alice no tocó el sobre.
—No tomaré el dinero.
—No es solo dinero —dijo él—. Es la verdad.
Hizo una pausa.
—¿Sabía que Louisa estaba embarazada esa noche?
El mundo pareció detenerse.
—No…
— Dio a luz dos días después de que usted la salvara. Un niño, con menos de un kilo de peso. Pero sobrevivió. Gracias a usted.
Alice se llevó las manos a la cabeza. Su corazón latía desbocado, el aire le faltaba.
—¿Dónde está?
—Con nosotros. Tiene cinco años. Se llama Mathieu —Sebastián mostró una foto—. Se parece a usted.
Alice lloró por primera vez en cinco años.
—Louisa lo sabía todo cuando despertó —continuó Sebastián—. Sabía quién era usted. Y cuando supo que estaba embarazada, decidió tener al niño. Su hijo.
Alice no pudo mantenerse en pie. Las rodillas cedieron. Todo lo que pensaba que era castigo resultó ser destino.
Una semana después se armó de valor y fue a la casa de los Hoffman, grande, con columnas blancas y jardín. La puerta la abrió la niñera. Luego apareció él: Mathieu.
—¿Tú eres mi mamá? —preguntó en voz baja.
Alice asintió, incapaz de pronunciar palabra.
—Tienes rasguños en las manos —dijo él—. ¿Has peleado?
—Un poco —sonrió ella—. Por la vida.
—¿Te quedarás?
—Si tú me lo permites.
—Quiero —dijo él y la abrazó.
En ese instante Alice comprendió que ya no era una marginada. Ella era madre.
Pasó un año. Alice recuperó su licencia médica. Trabajaba en una clínica infantil, operando a bebés con malformaciones congénitas. Cada mañana su hijo la acompañaba hasta la puerta y le decía:
—Mamá, eres una superheroína.
Y por primera vez en mucho tiempo, ella lo creyó.
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