Cada mañana, la anciana compraba 40 kg de carne. Cuando el carnicero la siguió, vio algo que nunca olvidará.
Cada mañana, puntualmente a las nueve, la puerta de la carnicería en la esquina de Wilhelmstraße se abría con un leve chirrido.
Entraba ella: la señora Eleonora Weiss, setenta años, frágil, canosa, con un carrito de ruedas y su eterna chal gris sobre los hombros.
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— Como siempre, cuarenta kilos de carne de res —decía con voz apagada, colocando cuidadosamente los billetes sobre el mostrador.
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El joven carnicero, Daniel, se perdía cada vez. ¡Cuarenta kilos todos los días! Eso era casi la mitad de un cuarto de res.
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Al principio pensó que la mujer ayudaba a un refugio. Luego imaginó que tal vez alimentaba perros callejeros, o suministraba carne a un restaurante.
Pero semana tras semana, todo seguía igual: ni explicaciones, ni sonrisas. Solo un olor: fuerte, metálico, como hierro viejo y sangre.
Cuando Eleonora se marchaba, aquel extraño aroma permanecía en la tienda, y por alguna razón, hacía que a Daniel se le helara algo por dentro.
Una tarde, la curiosidad venció al miedo. Daniel cerró la carnicería, se ocultó bajo la capucha y la siguió.
Ella caminaba despacio, empujando el carrito lleno de paquetes de carne fresca. La nieve crujía bajo sus pies, y las farolas apenas iluminaban las calles desiertas.
Cruzó un puente, pasó junto a almacenes vacíos y se detuvo frente a una enorme fábrica abandonada.
Daniel frunció el ceño. La fábrica llevaba vacía más de diez años. Los cristales rotos, las paredes ennegrecidas por la humedad.

Pero Eleonora abrió una puerta lateral con llave y desapareció dentro.
Esperó. Un minuto. Cinco. Veinte.
Cuando finalmente salió, el carrito estaba vacío. Ni paquetes, ni rastro de carne. Solo sus manos temblaban y su rostro estaba pálido, casi fantasmal.
Al día siguiente todo se repitió.
Y al tercero también.
Entonces Daniel decidió seguirla.
Cuando Eleonora desapareció tras la oxidada puerta, él se coló tras ella.
Dentro era oscuro y húmedo. El olor era pesado, rancio, como si años de abandono se hubieran podrido en el aire.
Escuchó sonidos extraños: ni pasos, ni voces humanas. Algo entre un rugido y un gemido.
Se acercó con cautela, miró por una rendija en la pared de concreto… y se quedó helado.
En el antiguo taller había enormes jaulas.
Y dentro… leones. Verdaderos, gigantescos, con melena abundante y ojos color ámbar. Cuatro. Se movían nerviosos, rugían, masticaban huesos esparcidos por el suelo.
En la pared del fondo, en un viejo sillón, estaba Eleonora.
Tejía una bufanda y susurraba:
—Calladito, mis queridos… pronto otra vez la pelea. La gente espera. Debéis ser fuertes.
Daniel dio un paso atrás. El corazón le latía con fuerza, el sudor le perlaba la frente.
Pero uno de los leones levantó la cabeza y rugió. El sonido retumbó como un trueno por todo el salón.
Eleonora se giró bruscamente. Sus ojos brillaron.
—¡¿Quién está ahí?! —gritó.
Él no esperó más. Corrió hacia la puerta, tropezando, salió y, sin mirar atrás, llamó a la policía.

Cuando los oficiales irrumpieron, no podían creer lo que veían.
Todo era real: jaulas, restos de carne, señales de peleas, sangre en el suelo de concreto.
Eleonora Weiss resultó ser una exzoóloga. Tras el cierre del zoológico de la ciudad, había tomado a cuatro leones “para que no murieran”.
Con el tiempo, su cuidado se convirtió en un negocio: organizaba peleas clandestinas para espectadores adinerados de toda Europa.
En el sótano hallaron una arena improvisada, lámparas, cámaras e incluso sillas para el público.
Cuando la sacaron esposada, murmuraba:
—No son bestias… son mis hijos. Solo quería que los recordaran.
Daniel permaneció junto a ella, mirando el taller vacío que aún olía a sangre y hierro.
Comprendió que bajo aquel chal gris y la voz suave, no había solo una anciana, sino alguien consumido por la obsesión: un amor llevado hasta la locura.
A la mañana siguiente, la carnicería volvió a abrir.
Pero cada vez que sonaba la campanilla, Daniel se sobresaltaba, como si esperara que nuevamente apareciera aquella figura canosa diciendo:
—Como siempre. Cuarenta kilos.
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