Un preso se burlaba de un anciano en la celda, pero por la noche todo cambió. A la mañana siguiente, la prisión no podía creer lo que vio
—¡Oye, viejo! —se burló Thomas, un tipo alto y fuerte con un tatuaje en el cuello—. ¿Por qué tiemblas? Sin tus pastillas no puedes dormir, ¿eh?
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El anciano no respondió. Estaba sentado en la litera inferior, apoyado contra la pared, sosteniendo un vaso metálico con té frío. Parecía tener unos setenta y cinco años, canoso, seco, con los ojos apagados. Se llamaba André.
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—¡Respóndeme, abuelo! —gritó Thomas, acercándose—. ¿Crees que aquí se respeta la vejez? Aquí se respeta la fuerza.
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—Hijo… no me meto en los asuntos de nadie —dijo André con voz suave—. Lo mío ya está vivido. Solo queda existir.
—¡Hijo! —rió Thomas—. No eres mi padre, viejo pedazo de… Yo a gente como tú la manejo con una mano.
De un golpe derribó el vaso. El metal chocó contra el suelo de cemento y el té se derramó. Un silencio pesado colmó la celda. Todos entendieron que era mejor no intervenir.
André no levantó la vista. Pasó un dedo sobre la mesa, limpió la gota con la manga y volvió a poner el vaso en su lugar. Ni miedo, ni rabia: como si nada de eso le concerniera. Esa calma enfurecía aún más a Thomas.
—¿Me oíste, abuelo? —dio un paso más cerca—. Quien calla, lo pisan. ¿Entendido?
—Entendido, hijo —respondió el anciano con serenidad—. Pero no hagas ruido. La noche se acerca.
Thomas resopló, apartó su pan del escritorio y se alejó. André recogió el trozo, sacudió el polvo y lo volvió a poner. Ni siquiera lo comió.
Cuando apagaron la luz, la celda quedó sumida en una oscuridad gris. Algunos rezaban en silencio, otros se removían en sus camas, y algunos contaban respiraciones para dormir. Thomas se quedó dormido al instante, seguro de sí mismo, roncando.

Pero en medio de la noche, Sam, su compañero de litera, se despertó por un ruido extraño. Thomas respiraba con dificultad, ahogado, entre jadeos leves y convulsivos.
—¡Eh! —susurró Sam—. ¡Está mal!
El anciano ya no dormía. Escuchó todo: respiración entrecortada, latidos irregulares, pasos sobre hielo. Conocía esos sonidos: había sido enfermero. Había salvado decenas de vidas, había escuchado cientos de noches así.
—Sam, dame luz.
La llama de una vela improvisada iluminó el rostro de Thomas: labios azulados, ojos llenos de terror.
—Aire… —jadeó—. No… alcanza…
—Tranquilo —dijo André—. Es el corazón. No te asustes. Mira hacia mí.
Extendió la mano y puso su palma sobre la enorme mano de Thomas. —Bajo la lengua —una pastilla—. Respira conmigo. Uno… dos… Uno… dos…
Thomas se aferró a la mirada del anciano como a un salvavidas. En sus ojos brilló algo que en la prisión no existe: miedo a mostrarse débil.
—¿Quién… eres? —exhaló.
—Médico. Antes. Enfermero. Después, la vida se torció. Respira. Otra vez. Bien.
Sam —testigo silencioso de cualquier milagro— secaba el sudor del rostro de Thomas. Tigran se persignaba en un rincón, como si temiera romper un hechizo invisible.
Diez minutos después, la respiración se calmó. Sus mejillas recuperaron color. Thomas bajó la mirada y preguntó en voz baja:
—¿Por qué… ayudaste?
—Porque aquí no hay nadie más que nosotros —respondió André—. Y si no nos ayudamos entre nosotros, ¿quién lo hará?
Soltó la mano. La luz parpadeó, y la celda volvió a la oscuridad. Pero ahora ya no había miedo.
La mañana en la prisión siempre comienza con el ruido de cerraduras. Pero aquella vez también comenzó con un susurro. Cuando el guardia abrió la puerta, encontró a Thomas limpiando la mesa, borrando una mancha de óxido. Luego recogió cuidadosamente el vaso del anciano y sopló el borde.
—¿Qué tal, chicos? —dijo en voz baja—. No molesten a un hombre mientras toma su té.
Todo el bloque permaneció en silencio.

Desde entonces, mucho cambió. Thomas cargaba agua, ayudaba al anciano a escribir en su cuaderno, se aseguraba de que nadie molestara a André. Cuando alguien intentaba desplazarlo en el comedor, Thomas solo decía:
—Déjalo pasar. Respeta al médico.
Y por primera vez en esas paredes, el respeto no se ganaba a golpes.
Meses después, André fue liberado. La corte revisó su caso, y se fue a casa. Antes de marcharse, dejó su vaso a Thomas.
—Que te recuerde —dijo—. No maltrates a la gente.
Se abrazaron brevemente, como hombres.
Un año después, un hombre con camisa limpia y un tiesto en las manos se acercó a la pequeña casa en las afueras del pueblo. El aroma a albahaca llenaba el aire.
—Para André —dijo al vecina.
—Murió en primavera —respondió ella—. En silencio, dormido, con su cuaderno en la mano.
El hombre asintió, entró al patio, encontró la tumba bajo un manzano y colocó la maceta.
—Gracias —susurró—. Por la vida.
El viento movió las hojas verdes. Por un instante, pareció que el anciano estaba allí de nuevo —con su vaso, con su sonrisa suave y la misma voz capaz de calmar corazones.
Desde entonces, Thomas trabaja como auxiliar en un hospital. Su sueldo es bajo, las noches pesadas. Pero cuando alguien comienza a ahogarse por pánico o dolor, él simplemente dice:
—Respira conmigo. Uno… dos… No eres un héroe. Eres humano. Permítete serlo.
Y siempre, antes de beber té, sopla el borde del vaso —como hace un anciano— para no quemarse.
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