«Es igual a mi hermano»: solo una frase, dicha en la maternidad, bastó para destruir una familia
- HISTORIA
- November 12, 2025
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El aire del campo olía a heno recién cortado y a leche tibia. Yo estaba en el patio de la vieja casa, observando cómo Lukas, de cuatro años, daba de comer a las gallinas, mientras Emma, de apenas año y medio, caminaba tambaleándose detrás de él, agitando sus manitas regordetas.
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—¡Mamá, mira! ¡El gallo picó a Emma! —gritó mi hijo, levantando a su hermana en brazos.
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La niña soltó una carcajada clara, y sus rizos oscuros saltaron con el movimiento. Cada vez que la miraba, un estremecimiento me recorría el cuerpo: su cabello, sus ojos, su sonrisa… Todo en ella me recordaba a la persona que tanto me esforzaba por olvidar.
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En el umbral apareció la abuela de Matteo, apoyándose en su bastón.
—¡Anna, vengan a comer! La sopa se va a enfriar.
Asentí con gratitud. Aquella mujer, en solo un año, se había vuelto más cercana para mí que mi propia madre. Entendía sin palabras: por qué había huido de la ciudad y por qué Matteo ya no volvía después de aquella conversación.
“Se parece mucho a mi hermano”, había dicho entonces, mirando a la pequeña Emma dormida. Sin enojo, solo con cansancio… y con la sombra amarga de la comprensión. Después de eso, simplemente se fue.
Durante la comida, la abuela le contaba a Lukas un cuento sobre un gallito, mientras yo, casi sin darme cuenta, alimentaba a Emma. Mis pensamientos volvían, una y otra vez, a aquel día en que todo comenzó.
Ocho meses de embarazo. Caminaba por la calle sujetándome el vientre, y las lágrimas caían sin control. En la esquina los vi: David, mi gran amor, reía junto a una mujer menuda y rubia. Nuestras miradas se cruzaron un instante, y él… simplemente apartó la vista.

—¿Está bien, señorita? —escuché una voz a mi lado.
Un hombre alto, de mirada amable y con una bolsa de farmacia en la mano, me observaba con preocupación.
—Estoy bien —mentí.
—Permítame al menos ofrecerle un poco de agua. Soy Matteo. Médico.
Así nos conocimos. Me acompañó hasta un banco, y no sé por qué, le conté todo: sobre David, la traición, el embarazo, el vacío. Él escuchó sin interrumpirme.
Desde ese día, Matteo empezó a aparecer con frecuencia. Traía frutas, me ayudaba con las compras, insistía en acompañarme al médico. Un día me propuso ir al pueblo de su abuela, respirar aire puro antes del parto.
Así conocí a la abuela Elsa: dulce, sabia, con unas manos suaves y una voz tranquila.
Cuando nació Lukas, Matteo estaba allí. Llegó con un enorme ramo de margaritas —mis flores favoritas—. Poco a poco, se volvió parte de nuestra vida: primero como amigo, luego como esposo.
La boda fue sencilla, pero llena de ternura. Su madre, también doctora, me abrazó y dijo: “Cuídense el uno al otro”. Y yo, ingenuamente, creí que así sería siempre.
Durante un tiempo, fuimos felices. Lukas lo llamaba “papá”. Pero Matteo empezó a insistir en tener un hijo propio. Yo postergaba la decisión, temiendo romper el frágil equilibrio que habíamos logrado.
Y entonces ocurrió aquel encuentro.
En el parque, entre familias con cochecitos, vi a David. Estaba con su esposa y su hija.
—¿Tu hijo? —preguntó, señalando a Lukas.
—Sí —respondí.
Él sonrió con tristeza. —Se parece a mi madre.
Desde ese día volvimos a escribirnos. Al principio fue inocente. Luego… peligroso. Después… irreversible.
Cuando descubrí que estaba embarazada, ya era demasiado tarde. Emma no era hija de Matteo.

Él vio la prueba antes que yo pudiera esconderla. Sus ojos se iluminaron de felicidad:
—¡Por fin! —dijo.
Y yo… no pude pronunciar palabra.
En la maternidad, se quedó mucho tiempo mirando a la niña. Luego murmuró:
—Es idéntica a mi hermano.
Me quedé helada. Lo entendió todo. Y nunca volvió a hablar del tema.
Siguieron años de frialdad, de silencios, de distancia. Control, lágrimas, soledad. Hasta que un día empaqué y me vine con la abuela Elsa, bajo el pretexto de cuidarla.
Ahora vivo aquí, en el campo. Enseño a Lukas a partir leña, horneo tortitas con Emma, tomo té con la abuela. Matteo a veces viene —en silencio, con regalos, con dinero—. David escribe cartas que quemo sin leer hasta el final.
Solo vivo. No busco perdón ni amor. Tengo a mis hijos, y eso basta.
—¡Mamá, mira, un arcoíris! —grita Lukas.
Los abrazo a los dos, los aprieto contra mi pecho y pienso: quizá la felicidad no esté en que te amen… sino en amar tú, pese a todo.
...