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Mi perro empezó a comportarse de forma extraña y a subirse al armario más alto, gruñendo con fuerza. Al principio pensé que se había vuelto loco, hasta que descubrí la razón de ese cambio en su comportamiento.

 Mi perro empezó a comportarse de forma extraña y a subirse al armario más alto, gruñendo con fuerza. Al principio pensé que se había vuelto loco, hasta que descubrí la razón de ese cambio en su comportamiento.

Mi perro jamás se había comportado así. Rick —tranquilo, sensato, un perro que siempre entendía una sola cosa: a su dueño— de repente empezó a actuar como si hubiera estudiado en una escuela de paranoia. Дurante el día se quedaba quieto, casi silencioso, pero por las noches comenzaba a ladrar, se erguía sobre las patas traseras frente a los armarios de la cocina e incluso intentaba trepar a los estantes más altos, a los que ni yo suelo subir.

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Al principio pensé que era la edad, alguna enfermedad rara… o que tal vez los vecinos hacían ruido, o un gato se había metido en algún rincón. Pero la insistencia de Rick no tenía explicación: él conocía las reglas, y aun así las rompía, como si tratara de alertarme de algo realmente serio.

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—¿Qué ves ahí, compañero? —le preguntaba, sentándome a su lado e intentando atrapar su mirada. Solo giraba la cabeza con las orejas tiesas. Su ladrido era corto, grave, no agresivo, pero sí urgente. Y cada vez que yo intentaba acercar la mano, él gruñía más fuerte.

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Noche tras noche se repetía lo mismo. La tensión me agotaba: no podía vivir esperando fantasmas. Entendí entonces que era mejor resolver el misterio de una vez que seguir viviendo con un miedo sin nombre.

Tomé una linterna, me puse la chaqueta y saqué de la despensa una vieja escalera plegable. El corazón me latía como loco, quizá por el cansancio, quizá porque por fin estaba dispuesto a enfrentar lo que fuera.

Rick dio un paso atrás, como si quisiera despejarme el camino, y fijó la mirada hacia arriba, en una rejilla de ventilación que yo jamás había notado. La quité pensando que encontraría una rata, polvo acumulado, algo simple. Pero la luz de la linterna reveló algo muy distinto.

Detrás de la rejilla, en el interior oscuro del conducto, había una persona. Encogida, cubierta de polvo, con los ojos llenos de pánico. Parecía llevar allí mucho tiempo, como alguien que ya casi había dejado de creer que lo encontrarían.

Intentó moverse, respiró con dificultad, intentó levantarse sin éxito. Entre sus manos había pequeños objetos robados: una billetera vacía, un teléfono, un manojo de llaves claramente ajenas. Era como un pequeño almacén de pérdidas ajenas.

Con las manos temblorosas marqué el 102. Mi voz salía entrecortada:
—Hay… hay una persona escondida en mi ventilación. Por favor, vengan rápido.
La operadora lo entendió sin más preguntas.

Mientras hablaba, Rick no se apartaba de mi lado. Olisqueaba el conducto como si estuviera diciendo: «Sí, es de aquí, de aquí viene todo». Su cola se movía suavemente, como si acabara de cumplir su deber.

La policía llegó enseguida. Los agentes sacaron al hombre con cuidado, lo recostaron sobre una manta y comprobaron sus signos vitales. Era delgado, exhausto, con cortes en los brazos y una mirada perdida.

Uno de los policías encontró entre sus cosas otro «tesoro»: una cadena de plata con un colgante y unas iniciales. Estaba claro que alguien pronto diría: «Eso es mío». Y ya se intuía tras ese objeto una historia que no había salido aún a la luz.

La investigación reveló algo que yo nunca habría imaginado: aquel hombre no era un vagabundo excéntrico. Los vecinos recordaron entonces extrañas desapariciones: joyas, tarjetas, pequeños objetos que faltaban sin señales de entrada forzada.

Resultó que él conocía los conductos de ventilación y los pasadizos estrechos entre los pisos como un laberinto propio. Por las noches, cuando todos dormían, se deslizaba por allí y tomaba lo más pequeño y discreto, lo que nadie notaría enseguida.

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