Vagabundo de corazón de oro: la historia de un gato que buscaba un dueño… y terminó encontrando una familia entera. Un relato que hizo llorar a millones.
Chizho no sabía куда себе деть: он бегал рядом с Мартеном, чья лапа распухла так сильно, что бедный кот даже не мог подняться. Мартен лежал, словно безжизненный, а преданный пёс дрожал от ужаса и тонко скулил, не понимая, как помочь другу, который не шевелился…
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Un rato antes, Manten estaba muy cómodo en lo alto de una rama, siseando con aire de superioridad a Bonya, la perrita casera y chillona que su dueña tuvo que cargar bajo el brazo para evitar que llenara todo el patio con su insoportable ladrido.
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Provocar a criaturas así era el pasatiempo favorito de Marten.
“Los perros callejeros son una verdadera manada —pensaba, entornando los ojos con orgullo—. Pero esa… esa cosita de sofá no cuenta”.
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Los vecinos ya suplicaban a la dueña que calmara a su “cantante”, mientras Marten, un gato atigrado gris aparentemente común, movía la cola con satisfacción. Porque sí, por fuera podría confundirse con cientos… pero su mirada era única.
“Tus ojos parecen humanos”, decía siempre la abuela.
Durante tres años, ella fue su mundo. Y luego… se fue. El piso se cerró. Llegaron nuevos inquilinos. Y de pronto, Marten dejó de ser necesario.
El golpe fue duro y cruel. Y el pequeño gato callejero tuvo que aprender las reglas de la calle: frío, hambre y nada de perdón.
Se defendía de los perros, huía de las manadas, buscaba un rincón… quizás un patio, quizás un hogar. Pero ¿quién va a querer a un gato adulto? Ni a todos los gatitos logran adoptar.
Marten se volvió un fantasma gris. Uno más. Flaco, sucio, siempre buscando algo que había perdido.
Hasta que un día salió del sótano donde dormía y vio a una niña jugando en el arenero. Se sentó a su lado y empezó a asearse. Entonces escuchó:
— ¿Miau? ¿Me hablas a mí?
Hacía tanto tiempo que nadie se dirigía a él, que casi no lo creyó. La niña charlaba, le mostraba sus juguetes, como si él entendiera cada palabra. Luego corrió a casa.

Pero al poco rato, desde la ventana cayó un trocito de embutido. “¡Mishi-mishi!”
Y así, cada día, le dejaban un pequeño regalo. Y Marten se quedó.
Comía un poco mejor, pero en su interior seguía el vacío. Miraba a Bonya, mimada por su dueña, y pensaba:
“¿Por qué ella tiene un hogar… y yo no?”
Aquella tarde empezó a llover. Marten bajó del árbol en mal momento: una manada hambrienta apareció de la nada. Lo vieron al instante.
La carrera fue brutal. Cruzó patios y calles, esquivando dientes por milagro, hasta que logró meterse en un portal justo detrás de un hombre tambaleante.
El hombre lo miró, intentó acariciarlo… Marten reculó. Entonces él sacó un pedazo de salchicha de una bolsa.
El hambre pesó más que el miedo.
“Solo quiero comer… solo una vez comer bien…”
Y siguió al hombre.
Así llegó a un piso donde vivía también Chizho, un perro joven, flaco, orejas grandes y cola torcida.
Pronto supo que la comida era escasa y el dueño, irritable y violento. Chizho temblaba con cada grito. Marten entendió: aquello no era un hogar, era una trampa.
Cuando venían invitados, uno en particular disfrutaba asustando a Chizho. Marten lo defendía, siseando, y a cambio recibía un zapatazo y un “¡pulgoso de mierda!”
Al tercer día, el dueño lanzó una botella. Los fragmentos volaron. Ellos se escondieron detrás del sofá. Y cuando, por fin, los invitados se marcharon, dejando la puerta entreabierta, y el dueño cayó dormido… llegó la oportunidad.
Chizho temblaba, no quería salir. Marten lo llamó.
Pero antes de irse, Marten hizo algo que llevaba años queriendo hacer: se acercó al hombre dormido, levantó la cola… y lo orinó. Y salió corriendo.
La huida fue corta: un fragmento de vidrio se clavó en su pata.
Dolió. Pero no paró. Salieron al exterior justo cuando una mujer entraba al edificio.
Aquella noche la pasaron acurrucados en una caja vacía, los dos temblando: uno de dolor, otro de miedo por su amigo.
Por la mañana, la dependienta de la tienda los encontró. Se asustó al ver la pata hinchada, los metió dentro y los atendió como pudo.
Pero pronto llegó el gerente, escandalizado por tener “animales en un almacén con ropa nueva”.
Después apareció la dueña de la boutique, Aliona.

Le bastó mirar al gato y al perro para decir:
— A los dos. Conmigo. Ahora.
Y el gerente se calló.
En la clínica veterinaria, Marten aguantó como pudo. Olía raro, pero la gente era buena. Le limpiaron y trataron la herida. El dolor empezó a desaparecer.
Chizho no se separaba de él.
La pata mejoraba. La vida nueva… empezaba.
Por primera vez, Chizho conoció lo que era correr libre, cuando Aliona le quitó la correa en un gran prado. Se quedó paralizado… y luego, al ver a otros perros, se lanzó con valentía.
La libertad olía a viento y sol.
Aliona reía:
— ¡Vamos, pequeño, corre!
Marten no quería quedarse solo en casa y, en cuanto oía la llave, gritaba desde la entrada: “¡Miau! ¡Miau!”
Y un día, en el jardín, vio SU árbol. SU rama. El mismo patio donde empezó todo.
Resultó que Aliona vivía justo al lado, solo que las ventanas daban al otro lado… por eso él no reconoció el lugar.
Dos semanas después, la hermana de Aliona llegó con su hija. En el horno se asaba un pollo, que gato y perro esperaban pacientemente.
Pero en cuanto la niña entró y vio a Marten, gritó:
— ¡Mamá, es él! ¡El gato de nuestro patio!
Aliona se sorprendió, pero Marten ya se estaba frotando contra sus piernas, ronroneando fuerte. La reconoció. Era la misma niña que le tiraba comida desde la ventana.
— Yo lo llamaba Marten —dijo la niña—. Siempre venía cuando lo llamaba.
El gato levantó la cabeza, atento. Ese nombre… cuanto tiempo sin oírlo…
— Entonces —sonrió Aliona—, se quedará con ese nombre.
Y en ese instante, Marten lo supo: estaba en casa. En una de verdad.
Y Chizho—ahora también llamado Chernysh—durmió junto a él durante años, cuidó de su rama favorita, corrió con él y mantuvo a raya a Bonya, que ahora ni se atrevía a mirarlos.
Porque Marten, al fin, encontró a su familia.
Y Chizho… encontró un mundo donde nadie gritaba.
Y ambos hallaron lo que habían buscado toda su vida.
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