A una mujer embarazada sin boleto la sacaron del tren, pero pronto el tren se detuvo. Dentro del vagón quedó algo que lo cambió todo.
Una mañana de primavera brillaba con tal intensidad que parecía que la vida misma había decidido empezar de nuevo.
El sol jugaba sobre los rieles, el aire olía a hierro y lluvia, y en el andén estaba Sofía: una joven embarazada con la camisa empapada y zapatillas desgastadas.
Su cabello se pegaba al rostro, y en los tobillos se veían marcas de polvo y cansancio. Pero en su mirada había algo inquebrantable: una chispa que ni la pobreza ni el dolor lograron apagar.
En sus manos sostenía una bolsa de plástico y un viejo conejito de peluche con una oreja arrancada.
Se subió al vagón y se sentó silenciosa junto a la ventana. Presionó el peluche contra su vientre y cerró los ojos, como intentando escapar de todo aunque fuera por un instante.
Los pasajeros la miraban de reojo y apartaban la vista; para ellos era solo alguien desconocido, una sombra en su mundo rutinario.
Una revisora se acercó, estricta y cansada, con un rostro donde la fatiga había vencido hace tiempo a la compasión.
— ¿Su boleto?
Sofía bajó la mirada.
— No tengo… solo quería viajar un poco, entrar en calor…
— Sin boleto no puede —respondió firme—. Tendrá que bajarse en la siguiente estación.
Cuando el tren se detuvo, Sofía descendió. El viento movía su cabello, el sol le daba en los ojos, y ella murmuraba mientras se sentaba junto a la pared de la estación:
— Aguanta, pequeño… pronto todo habrá terminado.

El tren se alejó.
El vagón quedó en silencio.
La revisora caminaba por el pasillo revisando los asientos, y de repente vio algo pequeño bajo uno de ellos.
Se agachó: un viejo conejito de peluche.
Mojado, con las patas sucias, y en el cuello una cinta con un papel adjunto.
Con letra temblorosa y desigual:
“Si algo me pasa, ayuden a mi bebé.
Creo que la bondad aún existe.”
La revisora se quedó paralizada. El corazón le latía en la garganta.
Luego corrió hacia la cabina del conductor.
— ¡Detenga el tren! ¡Inmediatamente!

Los frenos chillaron, las ruedas rechinaron. La gente gritó, pero el tren se detuvo en medio de un campo bañado por el sol.
El conductor y algunos pasajeros bajaron y corrieron de regreso, hacia la estación donde Sofía había quedado.
La encontraron en el andén. Sentada en el suelo, abrazando su vientre, pálida como una sombra. Comenzaba el parto.
La revisora se arrodilló a su lado, aún sosteniendo al conejito empapado.
Veinte minutos después, un llanto infantil resonó sobre la estación.
Cortó el aire como la luz después de la tormenta.
Parecía que incluso el sol brillaba más, como si el cielo mismo se inclinara a mirar.
Más tarde, el médico diría:
— Si no hubieran detenido el tren… no habrían sobrevivido.
Y durante mucho tiempo, en la ciudad se contaría la historia de la mujer sin boleto, cuyo viejo conejito de peluche detuvo un tren y salvó dos vidas.