Imagínalo: una chica crece en Cuba con acceso limitado a la televisión, sin un mapa de la cultura pop que la guíe, y aun así sueña con la gran pantalla. Ese fue el comienzo imposible en La Habana de Ana de Armas. ¿Su primer gran salto? Presentarse a los 14 años a las audiciones de la Escuela Nacional de Teatro de Cuba: un inicio casi impensable para quien acabaría conquistando Hollywood.

A los 18 dio el segundo salto, mudándose a Madrid gracias a su ascendencia española. El éxito llegó rápido con la serie El Internado, pero aquel desvío madrileño pronto le quedó pequeño para la magnitud de su ambición. Fue un triunfo rotundo, sí, pero también solo un peldaño más.

Luego vino el salto más audaz de todos: Los Ángeles, en 2014. La apuesta era enorme. Llegó con un inglés muy limitado. No fue solo un cambio de carrera; fue un momento decisivo, de alto riesgo, que exigía una resiliencia absoluta. Tenía que aprender el idioma de Hollywood mientras intentaba abrirse paso en él. Ese es el nivel de entrega que marca la diferencia.

Su gran ruptura con el anonimato llegó por partida doble. Primero, Joi en Blade Runner 2049, donde mostró una profunda carga emocional; después, Marta Cabrera en Puñales por la espalda. Fue su momento mágico “Joi y Marta”: dejó de “aprender diálogos fonéticamente” y empezó a “hablar Hollywood” con fluidez. Marta fue el claro “ya llegué”, que le valió una nominación al Globo de Oro.

¿La consagración definitiva? Convertirse en Marilyn Monroe en Blonde. Esa nominación al Óscar a Mejor Actriz fue el punto culminante, la recompensa final y deslumbrante de un viaje que comenzó con una niña en La Habana y terminó con una actriz de talla mundial. La vida de Ana de Armas no es una línea recta; es una sucesión de saltos increíbles y, contra todo pronóstico, posibles.