El médico atendió un parto complicado de su exesposa y ni siquiera imaginaba que eso cambiaría su vida. El hombre casi se quedó sin palabras al ver al recién nacido.

 El médico atendió un parto complicado de su exesposa y ni siquiera imaginaba que eso cambiaría su vida. El hombre casi se quedó sin palabras al ver al recién nacido.

Ese día, la sala de maternidad estaba sumida en el caos. Los turnos se confundían en un solo flujo interminable, y los médicos apenas tenían un respiro. El doctor Artem Lavrov, un obstetra experimentado, acababa de salir de una complicada operación cuando la alarma del intercomunicador sonó:

—Sala seis, parto urgente. Estado inestable.

Con cansancio, se pasó la mano por el rostro, se puso una bata nueva y se apresuró al bloque de partos. Otro caso más, de los muchos que veía a diario. Pero al entrar, el mundo se detuvo.

Allí, sobre la camilla, pálida y entre lágrimas, estaba ella.

Marina. La misma que había sido parte de su vida durante siete años, con quien soñaba un futuro, y que un día simplemente desapareció, dejando solo un breve mensaje: “Será mejor así”.

Ahora estaba delante de él, agarrando la sábana con fuerza, intentando respirar entre las contracciones.

—¿Tú…? —susurró apenas levantando la cabeza—. ¿Artem?

Se quedó inmóvil. Sus labios palidecieron, pero la voz permaneció firme:

—Soy tu médico. Todo irá bien.

El parto fue arduo. La presión subía y bajaba, los signos del bebé caían. Artem daba órdenes cortas y seguras, mientras su corazón latía desbocado.

Cada movimiento suyo, cada grito, resonaba en lo más profundo de su alma. Luchaba por la vida de ambos, madre e hijo, sin permitirse pensar en lo que ella había significado para él.

Los minutos se estiraban como horas. Finalmente, un primer llanto rompió el aire. La sala exhaló. Artem tomó al recién nacido, pero de pronto se quedó pálido.

En el pequeño hombro del bebé había un lunar —una manchita diminuta, exactamente igual que la suya. En el mismo lugar.

Miró a Marina, con la voz temblando:

—¿Es… mi hijo?

Ella cerró los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—No quería que lo supieras así… —susurró—. Tenía miedo.

—¿De qué? —preguntó él, apenas audible.

—De ti. De tu obsesión con el trabajo. Vivías para el hospital, los artículos, las conferencias. Pensé que un hijo destruiría todo por lo que luchabas. Que elegirías la medicina y no a nosotros.

Artem se acercó. Sus manos todavía temblaban tras la operación, pero ahora solo tomó su palma.

—No entendiste algo, Marina —dijo en voz baja—. Toda mi vida he salvado a otros. Pero ustedes… ustedes son los únicos que quisiera salvar para mí.

El bebé dormía acurrucado en la manta. La sala estaba en silencio, solo el clic rítmico de los monitores acompañaba su respiración. Artem contemplaba al niño, y en su pecho surgió un sentimiento imposible de describir: miedo, dolor, amor… todo fundido en uno.

Esa noche, en la sala de partos, no nació solo una nueva vida. Nació una segunda oportunidad.

Y quizás, por primera vez en muchos años, Artem comprendió que algunas reuniones no vienen para herirnos, sino para recordarnos que nunca es demasiado tarde para empezar de nuevo.

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