El pequeño durante tres meses se apartaba de su madre y escondía su rostro. Cuando los médicos le explicaron la razón, ella lloró aliviada y con dolor al mismo tiempo.

Al principio, Dasha no le dio importancia.
Sasha tenía apenas unas semanas cuando ella notó por primera vez que le gustaba enterrar la cara en la almohada. Se acurrucaba como un pequeño ovillo, manos bajo el pecho, piernas recogidas, nariz escondida.
—Mira —rió ella mientras grababa un video—. ¡Nuestro hijo está jugando a las escondidas!
Pero más tarde, al revisar la grabación, la risa se tornó preocupación. Cuarenta minutos sin moverse. Simplemente yacía, con la cara hundida en el colchón.
—¡Semyón! Ven aquí —llamó a su esposo.
Él apareció, somnoliento, con una taza de café.
—Es que se siente cómodo así, Dasha. No te preocupes.
Pero ella sí estaba preocupada.
Cada día el bebé se comportaba más extraño. Lo ponían y él se encogía, escondiendo la cara. Incluso dormido. Incluso cuando lo tomaba en brazos. Cuando ella cantaba, no miraba. Cuando reía, no reaccionaba.
Hasta que un día comprendió: nunca la había mirado a los ojos.
Al tercer mes, Dasha casi no dormía. Por las noches se sentaba junto a la cuna, escuchando su respiración, temiendo que algún día no la oyera.
—Algo no está bien —susurraba.
—Solo estás cansada —suspiraba Semyón.
Pero él no veía cómo Sasha se estremecía con la luz, cómo lloraba si alguien más lo tomaba.
Ese día, Dasha decidió sacar a su hijo al parque. Tal vez el aire fresco ayudara.
El sol acariciaba la hierba, los niños reían y perseguían burbujas de jabón. Ella sentó a Sasha sobre una manta. Levantó la cabeza, miró hacia los sonidos… y de inmediato volvió a enterrar la cara en la tela.
Un perro pasó corriendo, sonaron campanillas, alguien tocaba la guitarra. Y Sasha… como en un capullo.
Dasha sintió que la ansiedad subía en su interior.
Por la noche, navegaba por páginas web, leía historias ajenas: “trastornos sensoriales”, “primeros signos de autismo”. Todo sonaba aterrador, pero su corazón sabía que no era eso.
Tarde en la noche, cuando su hijo volvió a tumbarse boca abajo sin moverse, no pudo más.
—Ya basta. Llamaré al médico.
Su voz temblaba:
—Mi hijo siempre esconde la cara… No reacciona, no mira, no sonríe.
—Tráiganlo mañana —respondió la enfermera—. Lo revisaremos.
La mañana se hizo eterna. En el auto, Dasha sostenía a Sasha en brazos, sin apartar la vista.
En la clínica los atendieron de inmediato. Una joven doctora de voz suave examinó al bebé: revisó músculos, contacto visual, reflejos. Luego tomó un sonajero y lo agitó a la derecha. Ninguna reacción. A la izquierda: silencio.
—¿Alguna vez se sobresaltó con ruidos fuertes? —preguntó la doctora.
Dasha negó con la cabeza.
La doctora se puso seria.
—Necesitamos revisar su audición. Posible hipoacusia congénita.
Esas palabras cortaron el aire.
—¿Quiere decir… que no oye? —dijo Dasha entrecortada.
—Aún no lo sabemos con certeza. Pero si un niño no oye, a menudo se cierra del mundo. Se esconde… no de ustedes, sino del silencio.
Dos horas después todo quedó claro.
Los resultados mostraron hipoacusia sensorioneural bilateral, severa.
—Pero llegaron a tiempo —dijo la doctora—. Podemos ayudarlo. Lo importante es no dejarlo en silencio.
Dasha sostenía a Sasha en brazos, besando su cabecita, con lágrimas cayendo sobre su cabello.
—Le mostraremos este mundo. Seguro.
Las primeras semanas con los audífonos fueron difíciles. Se asustaba con los sonidos: la nevera, el viento, su voz. Cada día era un comienzo de nuevo.
Pero ella no se rindió. Se sentaba frente a él y repetía:
—Hola, Sashenka. Soy mamá. Te quiero.
Y un día, al mes de comenzar, él giró la cabeza. Sus ojos la encontraron.
Y por primera vez… sonrió.
Dasha se tapó la boca con las manos.
—Ha escuchado… —susurró.
Desde entonces, Sasha ya no esconde la cara.
Simplemente ya no teme al mundo.
Porque ahora ese mundo le habla… con la voz del amor.