Él salvó a su esposa, perdió las piernas y se convirtió en una carga para ella. Pero cuando ella lo abandonó en medio de la nada… allí lo esperaba un encuentro que lo cambiaría todo.
Cada movimiento le arrebataba las últimas fuerzas. Nick sintió cómo una oleada de debilidad le nublaba la conciencia. Intentó girar la cabeza, pero el dolor lo atravesó — como si los músculos se hubieran fusionado con la almohada. Sus párpados cayeron, y los recuerdos estallaron en su mente como pedazos de un espejo hecho añicos…
...
Volvía a casa, ya estaba entrando al patio, cuando vio el coche de Emilia. Como siempre, ella hablaba por teléfono y había dejado el auto atravesado en mitad del camino, ignorando los bocinazos ajenos. Nick solo suspiró — era incorregible.
...
Entonces, de pronto, una furgoneta salió disparada desde la esquina. Iba zigzagueando entre los coches, como si hubiera perdido el control, directo hacia Emilia. Un escalofrío le recorrió la espalda: el conductor no tenía intención de frenar.
...
— ¡Emi! — tocó la bocina desesperado, pero ella solo hizo un gesto y siguió riendo en el teléfono.
Los segundos se estiraron. Él entendió: si no intervenía, ella no sobreviviría.
Nick hundió el pie en el acelerador y lanzó su coche hacia el golpe.
Lo último que recordó fue el destello cegador de los faros y una extraña sensación de alivio.
Despertó en una habitación de hospital. La luz le hería los ojos. Entre el pitido de los monitores oyó la voz susurrante de Emilia:
— Nick… ¿cómo pudiste…?
— La furgoneta… venía directo a ti… — murmuró, intentando incorporarse.
Ella retrocedió.
— ¡Estás loco! ¡Habría girado!
Su voz cortaba más que cualquier herida. Después oyó sus tacones alejarse por el pasillo. Un portazo. Silencio.

Las dos semanas siguientes en el hospital fueron una eternidad. Los pinchazos apenas provocaban hormigueos, pero sus piernas seguían sin responder.
Hasta que un día escuchó una conversación al otro lado de la puerta:
— ¿Posibilidades de que vuelva a caminar? — la voz de Emilia sonaba tensa.
— Prácticamente nulas — respondió el médico.
— ¿O sea que debo hacerme cargo de un inválido? — su risa fue como un escupitajo.
Nick cerró los ojos. Todo quedó claro: el amor había muerto.
El día del alta fue el inicio del final.
Rechazó la silla de ruedas que le ofrecieron. Cuando Emilia llegó — elegante, distante — él solo sonrió con amargura:
— Llévame directo al cementerio. Así ahorras gasolina.
Ella no contestó. Conducía rígida, mirando al frente.
— Nick, escucha con calma — dijo finalmente, helada. — Tú tomaste tu decisión cuando me salvaste. Yo tomo la mía. No voy a ser prisionera del sacrificio de nadie.
Él se aferró a los reposabrazos.
— ¿A dónde me llevas?
— Al pueblo. Con tu madre. Que te cuide ella.
— ¡Ni siquiera sabe del accidente! — gritó él.
Emilia solo apretó más el acelerador. Los campos pasaban deprisa, y cada kilómetro los separaba más.

Se detuvieron frente a una vieja casa.
— Hemos llegado — dijo sin mirarlo. — Te compré una silla eléctrica. Moderna.
No añadió nada más. Simplemente volvió al coche y se marchó.
Nick quedó solo en el camino polvoriento, con una bolsa y un cuerpo que ya no le obedecía.
Pero la puerta del patio chirrió, y una niña con un vestido de flores salió corriendo hacia él.
— ¡Abuela, yo lo ayudo! — gritó.
Después apareció su madre. Lágrimas, manos temblorosas, un abrazo desesperado.
— Hijo… lo importante es que estás vivo.
Nick sonrió entre el dolor.
— Mamá… ¿y ella quién es? — señaló a la niña.
— Es… Lily. La hija de Hannah — respondió su madre. Y tras una breve pausa, en un susurro: — De tu Hannah.
El mundo se detuvo. El nombre lo atravesó como un rayo. La niña era su reflejo cuando él era pequeño.
— Nick… — oyó a su espalda.
Se giró y la vio: Hannah. Los mismos ojos, las mismas manos que alguna vez supieron curar su alma.
— ¿Recuerdas cómo prometimos no rendirnos?
Quiso responder, pero la voz no le salió. Solo rió — suave, con dolor, pero también con esperanza.
Lily corrió a abrazarlo por el cuello.
— ¡Papá, te vamos a curar!
Las lágrimas brotaron solas. En la puerta estaban su madre y Hannah, diciendo entre sollozos:
— Regresaste… por fin…
Un mes después, Nick vendió su empresa y montó un estudio de diseño online, trabajando desde la veranda.
Emilia estalló de furia, pero ya era tarde: los papeles del divorcio estaban firmados.
Un día salió al patio en su nueva silla eléctrica, radiante.
— ¡Hannah, imagina! ¡Tengo una hija!
— ¡Ay, papá, qué tramposo eres! — protestó Lily, dando un golpecito con el pie. — ¿Por qué no lo dijiste antes?
— Tenía miedo de no merecerlo.
Ella se apoyó en su pecho, señalando su corazón.
— Lo que importa es lo que llevas aquí.
Hannah apareció en la ventana, abrazando su vestido de novia. El aire olía a manzanas y sol.
Y por primera vez en mucho tiempo, Nick entendió que su vida no había terminado.
Apenas estaba empezando.
...