La enfermera pensó que la niña deliraba al hablar de su madre durante la consulta. Más tarde comprendió que estaba diciendo la verdad.

Finales de octubre.
El viento frío golpea los cristales, en el pasillo huele a cloro, a yodo… y a esperanza.
El hospital no duerme: en algún lugar suenan las gotas de los sueros, alguien susurra oraciones, otros simplemente esperan.
En la sala más lejana, donde del techo cae agua gota a gota en un bote oxidado, yace una niña de siete años.
Masha.
Delgada, con piel translúcida y pestañas enredadas.
Tiembla, como hoja de otoño en el viento. Viste una bata enorme anudada y un vendaje en la muñeca fina.
—Pa…pa… —exhala.
Pero el papá no está.
Se fue hace una semana “a Moscú por trabajo”. Prometió volver pronto.
Masha espera. Cuenta días, horas, minutos.
A su lado, solo hay una mujer. Fría, sin olor ni calor.
Cabello blanco, postura recta, mirada helada.
La nueva esposa de su padre. Aquella que por teléfono llamaba “sol” a Masha.
En la vida real, se irritaba con cada respiración de la niña.
—¿Otra vez con eso? —dice cansada sin despegar la vista de la pantalla—. Todo te duele, todo te molesta. Fantasiosa.
Masha se frunce.
El estómago le duele, como si alguien apretara un puño dentro.
Intenta respirar, pero el aire no ayuda.
—Bebe —dice la mujer, sirviendo jugo—. Quizá así se alivie.
Masha lo intenta y derrama un hilo pegajoso sobre la sábana.
—Limpia —lanza la madrastra, fría—. No eres una señora.
Y de pronto, pasos.
Rápidos, seguros.
Una enfermera, de unos cuarenta años, rostro cansado y ojos bondadosos.
En la placa: Klavdiya Ivanovna.
—¿Qué tenemos aquí? —se sienta, pone la mano en la frente de la niña. Caliente. Demasiado caliente.
Revisa el abdomen: duro, como piedra.
—¿Desde cuándo duele?
—Desde anoche —gime Masha.
—Desde la mañana —interviene la madrastra—. Solo es una histeria.
Klavdiya la mira lentamente, con frialdad, con esa experiencia que no tolera la mentira.
—¿Quién es usted para ella?
—La esposa de su padre.
—Entiendo —dice en voz baja y marca un número—. Sospecha de apendicitis. Urgente al médico.
Pero Masha abre los ojos. Labios temblorosos, susurra apenas audible, como confiando un terrible secreto:
—Mamá… ella puso algo en mi jugo…
Klavdiya se queda helada.
El aire parece haberse congelado.
—¿Qué dijiste, querida?
—En el jugo… blanco… amargo…
La madrastra retrocede.
—¡Está delirando! ¡Tiene fiebre! —grita, aunque su voz tiembla.
Klavdiya aprieta el botón de emergencia.
—¡Urgente, médico! Sospecha de envenenamiento.
—Debo llamar a mi esposo —intenta salir la mujer.
—Quieto.
—¡No tiene derecho!
Pero la puerta se cierra de golpe.
Klavdiya queda sola con la niña.
—Masha, aguanta, ¿sí? No te duermas.
—Papá… ayuda…
—Ahora, querida. Ahora…
Entran médicos, camilla, personal sanitario.
—Niña, 7 años, envenenamiento, posible ruptura de apéndice, ¡colocar sonda!
Klavdiya se aparta a un rincón, mano en los labios.
Minutos después, la policía recibe la alerta:
—Pediatría, sospecha de envenenamiento intencional. Mujer, cabello claro, pantalones verdes, abandonó la habitación.
—Recibido, patrulla en camino —responde la voz.
La operación dura dos horas.
Todo ese tiempo, Klavdiya permanece en su silla junto a la ventana, inmóvil.
Solo un pensamiento: “Que lleguen a tiempo”.
Cuando los policías sacan a la madrastra, ella grita:
—¡Es un error! ¡Ella miente!
—La sospechosa confesó —dice el investigador más tarde—. Puso somnífero. Quería deshacerse de la niña por la herencia.
A la mañana siguiente.
El sol se filtra por las persianas.
Masha yace bajo la gota del suero, pálida, pero viva.
—¿Dónde está? —entra corriendo el padre. Cara gris, ojos como ceniza.
—Aquí. Está viva —responde Klavdiya—. Ahora todo depende de usted.
Se sienta junto a ella, toma su diminuta mano.
—Perdóname, Masha. No lo vi…
—No te vayas nunca más —susurra ella.
—Nunca. Estoy a tu lado.
Klavdiya sonríe en silencio, observando cómo el padre acaricia a su hija.
—Dice que la salvé —murmura él.
—No —responde Klavdiya—. Ella se salvó a sí misma. Solo escucharon.
Tres días después, la sala se llena de luz, risas y el aroma de manzanas y flores frescas.
Masha lee un libro en voz alta.
El padre sonríe por primera vez en mucho tiempo.
Cuando Klavdiya pasa, él levanta la mirada:
—Gracias. Salvó a mi hija.
—No yo —contesta ella—. Solo alguien debía creer en la voz de una niña.
Camina por el pasillo hacia nuevos pacientes.
Y por primera vez en muchos años, siente ligereza.
A veces, para salvar una vida, solo basta escuchar cuando alguien susurra la verdad.