La niña eligió para su padre multimillonario no a una modelo, sino a una simple criada. Con ello, cambió para siempre la vida del rico.

Por los pasillos de la mansión Lancaster resonó un eco de asombro. El multimillonario **Richard Lancaster**, cuyo nombre aparecía en las páginas de las revistas de economía, se quedó paralizado, sin creer lo que acababa de escuchar. Estaba acostumbrado a dirigir corporaciones, prever las fluctuaciones del mercado y tomar decisiones de las que dependían empresas enteras. Pero aquella vez se enfrentaba a un reto para el cual ningún plan de negocios lo había preparado.
Su hija de seis años, **Amelia**, se encontraba en el centro del salón: pequeña, con un vestido azul y un conejito de peluche en las manos. Su mirada seria y la mano extendida desbarataron por completo la velada cuidadosamente planeada.
—Yo la elijo a ella —dijo la niña, señalando a **Clara**, la doncella con vestido negro y delantal blanco.
Un silencio ensordecedor se apoderó del ambiente.
A su alrededor estaban decenas de modelos impecables: altas, deslumbrantes, cautivadoras. Las habían invitado para que Amelia ayudara a su padre a escoger a su nueva compañera de vida. Tras la muerte de su esposa tres años atrás, Richard había decidido que su hija necesitaba una madre y él, una mujer digna de su posición.
Él esperaba que su hija se dejara impresionar por la belleza y elegancia de las invitadas. Pero Amelia no miraba los vestidos ni los diamantes. Su elección se detuvo en la mujer que le contaba cuentos antes de dormir.
Clara palideció.
—¿Yo?… Señorita Amelia, debe haber un error…
Pero la niña negó con la cabeza:
—No. Eres buena. Me quieres. Quiero que seas mi mamá.
Se escucharon risitas contenidas en el salón, las miradas se movían de Clara a Richard. Pero él no rió. Permaneció inmóvil, intentando procesar lo que acababa de oír.
Esa noche, la casa vibraba con los murmullos de los criados y los choferes comentando lo sucedido. Las damas invitadas se retiraron con rapidez; el eco de sus tacones sobre el mármol parecía el último acorde de una recepción fallida.
Richard pasó la noche en su despacho, girando pensativo un vaso de brandy en la mano. *“Yo la elijo a ella”*. Las palabras resonaban en su mente como un eco interminable.
No entendía cómo una niña criada en la opulencia podía inclinarse por una mujer sin brillo, sin ambiciones, sin títulos.
A la mañana siguiente, Amelia se acercó a la mesa del desayuno con una determinación poco común en un niño.
—Si Clara se va, ya no hablaré contigo —dijo.
Richard se quedó boquiabierto.
—Cariña, no entiendes —intentó explicarle—. Este mundo no es tan sencillo.
—Entonces no quiero tu mundo —respondió Amelia, firme.
Clara permanecía a un lado, jugueteando nerviosa con el borde de su delantal.
—Señor Lancaster, por favor, no se enfade. La niña solo extraña a su madre…
—Tú no sabes nada de mi mundo —interrumpió él con brusquedad.
Pero desde ese día, Richard comenzó a observar.
Vio cómo Clara trenzaba el cabello de Amelia, escuchaba pacientemente sus historias, limpiaba sus lágrimas y la hacía reír cuando nadie más podía. La casa, antes fría y lujosa, comenzó a llenarse de vida. La risa de Amelia se volvió más sonora, su mirada más luminosa.
Clara no llevaba perfumes caros, pero desprendía un aroma de hogar y calma. No brillaba en los salones, pero hacía algo que ninguna modelo podía: entregaba calor.
Y por primera vez, Richard se preguntó si estaba buscando esposa para sí mismo o madre para su hija.
El cambio definitivo ocurrió en una gala benéfica. Llevó a Amelia con él, esperando mostrarle la alta sociedad, pero mientras hablaba con sus socios, la niña desapareció.
La encontró junto a la mesa de postres: llorando, sola.
—Dijeron que no tengo mamá —sollozaba.
Antes de que él pudiera responder, Clara apareció a su lado. La abrazó suavemente y susurró:
—Tienes mamá. Ella te observa desde el cielo. Pero mientras ella está allá, yo estoy aquí contigo.
Richard se quedó quieto, escuchándolas, y algo dentro de él se rompió.
Después de esa noche dejó de discutir. Comenzó a ver a Clara no como una sirvienta, sino como una mujer, como un corazón.
La casa cambió: se volvió más cálida, más humana. Richard se sorprendía esperando la noche solo para escuchar la risa de Clara junto a Amelia.
—Papá, sabes que Clara es la indicada —dijo un día Amelia.
Él sonrió.
—¿Estás segura?
—Mi mamita en el cielo también lo sabe —contestó la niña con sencillez.
Pasaron meses, y Richard comprendió que ya había tomado su decisión.
La invitó al jardín, donde las hojas crujían bajo sus pies.
—Debo disculparme contigo —empezó—. Te juzgué injustamente.
—No hace falta, señor —respondió ella—. Mi lugar está aquí, ayudando.
—Sí —dijo él—. Pero parece que tu lugar está junto a nosotros.
Clara levantó la mirada, con lágrimas en los ojos.
—¿De verdad…?
Richard asintió.
—Amelia eligió bien. ¿Aceptarías ser parte de nuestra familia?
Desde el balcón se escuchó un grito de alegría:
—¡Te lo dije, papá!
La boda fue íntima, sin lujos, solo los tres: él, ella y su hija, radiante de felicidad.
Cuando Richard tomó la mano de Clara, comprendió que, tras todos los años de riqueza, por primera vez se sentía verdaderamente rico.
—¿Ves, mamá? —susurró Amelia, abrazándolas a ambas—. Sabía que ella era la indicada.
Clara sonrió entre lágrimas.
—Sí, querida. Siempre lo supiste.
Y en ese momento, hasta las paredes de la mansión parecieron suspirar: la casa volvió a ser un hogar.