La suegra despertaba a su nuera embarazada a los gritos: “¡Levántate, perezosa!”… Pero al día siguiente no se atrevió ni siquiera a alzar la voz…
Los primeros meses de embarazo fueron muy duros para mí: náuseas constantes, debilidad, noches sin dormir. Sentía que mi cuerpo protestaba por cada pequeño movimiento. Pero lo peor no era el dolor… sino ella: mi suegra, que convirtió mi vida en un verdadero tormento.
Cada mañana, reproches, susurros a mis espaldas, burlas llenas de veneno. Y si alguna vez me atrevía a responderle, se quejaba con mi marido fingiendo ser una víctima, amenazando con echarnos de la casa.
Aquella noche casi no dormí. Las lágrimas caían solas. Ya al amanecer, cuando por fin empezaba a quedarme dormida, escuché su voz ronca justo sobre mi oído:
— ¡Levántate, perezosa! ¡Tengo hambre! ¿Hasta cuándo vas a seguir tirada?

Me estremecí.
— Mamá, me siento mal —susurré—. He pasado la noche vomitando.
— ¡Guárdate tus achaques! ¡Antes las mujeres parían sin quejarse! —replicó bruscamente y salió de la habitación dando un portazo.
Me levanté y preparé el desayuno, aunque por dentro todo se me revolvía. En ese momento entendí algo: ella no iba a cambiar. Y si la vida no le enseñaba bondad… tendría que ayudarla un poco.
Esa noche, cuando todos dormían, encendí el altavoz y puse una grabación muy suave: llantos de bebé, suspiros, susurros femeninos. El volumen, casi imperceptible, como si los sonidos vinieran desde lejos.
Al principio, silencio. Luego oí el chirrido de la cama en la habitación contigua. Mi suegra se había despertado.
El llanto se detuvo, pero volvió segundos después… esta vez, como si viniera desde la cocina. Ella se levantó, se llevó las manos al pecho y murmuró:
— ¿Quién está ahí…?
No hubo respuesta. Solo un leve crujido y un golpecito en la pared.
No durmió en toda la noche.
— ¿No oíste voces anoche? —me preguntó al desayuno, con el rostro pálido y los ojos rojos.
Le sonreí con inocencia.
— No, mamá. Estuve leyendo hasta tarde. En casa no se oyó nada. ¿No habrá sido un sueño?
La noche siguiente repetí todo. Llantos, susurros, golpes. Pero esta vez añadí una voz masculina, baja, que la llamaba por su nombre.

Mi suegra soltó un grito, se persignó y empezó a rezar. Parecía que el miedo había impregnado cada rincón de la casa. Al amanecer se acercó a mí: descompuesta, temblorosa, con la mirada perdida.
— No puedo más —susurró—. En esta casa… pasa algo.
La miré tranquila, casi con ternura.
— Tal vez no sea la casa, mamá. Tal vez Dios solo quiso recordarle que la maldad siempre vuelve… a veces incluso por las noches.
Desde entonces, todo cambió.
Dejó de gritar, de despertarme al amanecer, de quejarse con mi marido. Ahora me traía té por las mañanas, preguntaba cómo me sentía y hasta me ayudaba a cocinar.
Y por las noches… reinaba un silencio perfecto.
Las voces desaparecieron, porque yo había apagado el altavoz.