Pensó que sería una víctima más. No sabía con quién se metía

La lluvia acababa de cesar. El aire olía a cemento mojado y metal, y los charcos reflejaban el brillo débil de los escaparates. Nora caminaba despacio, con el cuello del abrigo levantado, sujetando el bolso contra el costado. Había sido un día largo —trabajo, farmacia, tranvía— el mismo recorrido de siempre, como una vieja canción que ya no apetece escuchar.
No oyó los pasos. Solo un breve “¡eh!” y un tirón. La correa se soltó de su mano, el bolso voló, el cuerpo respondió con dolor.
Un chico joven, con capucha, ya corría hacia adelante, resbalando sobre el asfalto como sobre hielo.
Lo primero que sintió no fue miedo. Fue rabia.
No hacia él —hacia sí misma. Por todos esos días en los que calló, cedió, permitió que le arrebataran cosas.
Algo dentro de ella se rompió, y echó a correr.
Los tacones patinaban, la respiración se entrecortaba, el corazón golpeaba en las sienes. El callejón era estrecho, el desagüe rugía en la oscuridad.
El chico se volvió, pero demasiado tarde —ella lo alcanzó. Se aferró a la correa con ambas manos, con una fuerza que ni ella conocía.
Él tiró. Ella golpeó. Breve, torpe, pero certero. Cayeron los dos.
Él soltó una maldición, levantó el brazo, pero ella no cedió. Las manos le temblaban, pero no soltó.
—¡Suéltalo ya, loca! —gritó él.
—No —respondió ella con voz ronca—. Es mío.
Él la empujó, pero ella volvió a aferrarse, un tirón hacia sí misma.
La tela se rasgó, la correa se partió.
El ladrón retrocedió, atónito.
Nora se incorporó, sucia, empapada, pero con el bolso entre las manos.
Un coche pasó, los faros los iluminaron por un instante: ella erguida, respirando con dificultad; él, con la cabeza baja.
La miró como se mira a alguien que uno nunca debió subestimar.
Escupió al suelo, murmuró una maldición y echó a correr.
Nora permaneció allí un rato.
La lluvia volvió a caer, fina, constante. Abrió el bolso —todo seguía dentro: la cartera, las llaves, las pastillas, el teléfono.
Y una pequeña chaqueta infantil —descolorida, con una manga remendada. Mojada, pero intacta.
La sacó, la sostuvo entre los dedos, aspiró el olor —casi desvanecido, pero inconfundible: jabón y champú de fresa.
En el forro, bordado a mano, un nombre: Sophie.
La miró, y el tiempo pareció detenerse.
Los ojos se le llenaron, no de lágrimas, sino de algo denso, pesado, que no se derrama.
—Te prometí que no dejaría que nadie te quite nada más —susurró.
Desde la calle vecina llegaban risas de adolescentes, el chirrido de frenos, el ladrido de un perro.
El mundo seguía su curso. Pero para ella, ya nada de eso importaba.
Caminó hacia su casa despacio, apretando el bolso contra el pecho, como si su corazón hubiera regresado a su sitio.
A la mañana siguiente, frente al espejo, vio un moretón en la mejilla.
Pasó el dedo sobre él y sonrió.
—Bueno, Sophie —dijo en voz baja—, parece que mamá todavía sabe pelear.
Y por primera vez en mucho tiempo, no apartó la mirada de su reflejo.