Saqué del agua el diminuto cuerpo de un osezno — pero lo que me sucedió después fue una verdadera revelación.

Caminaba por la orilla del río, donde la corriente corría oscura y constante, cuando algo extraño llamó mi atención. Flotando cerca de la superficie había una pequeña figura: un osezno, apenas movido por el agua.
Al principio pensé que el pequeño solo estaba nadando, jugando en el agua. Pero al acercarme, una sensación de temor se apoderó de mi pecho. El cuerpo del osezno estaba inerte. Flotaba, inmóvil, como una hoja.
—Pobre criatura… debió ahogarse —susurré, inclinándome para alcanzarlo.
Con cuidado, lo saqué a la orilla embarrada. Me temblaban las manos mientras intentaba reanimarlo: presioné su pequeño pecho, le froté el pelaje, rogué en silencio que respirara. Pero nada cambió. Su cuerpecito seguía quieto, con los ojos entreabiertos, sin emitir un solo sonido.
Y entonces… sucedió algo que me heló la sangre en las venas.
Un rugido grave y ensordecedor retumbó a mis espaldas. Sentí cómo se me erizaban todos los vellos del cuerpo. Me giré lentamente… y el corazón casi se me detuvo. A solo unos pasos estaba una enorme osa, con los ojos encendidos y el aliento formando vapor en el aire frío.
Vio a su cría en mis manos… y la furia se apoderó de ella. Con un rugido que hizo temblar los árboles, se alzó sobre sus patas traseras, imponente. El suelo vibró bajo su peso.
Solté al osezno y eché a correr. El pulso me martillaba en los oídos, pero ella era más rápida. En segundos acortó la distancia. Su garra me golpeó la espalda con una fuerza devastadora, desgarrando mi piel. El dolor fue insoportable; tropecé, con la camisa empapada en sangre.
Aun así, el miedo me impulsó a seguir. Me abrí paso entre arbustos y ramas, mientras sus rugidos resonaban tras de mí: primero cerca, luego más lejos… hasta que el silencio envolvió el bosque.
Finalmente, llegué tambaleando a un camino de tierra y caí al suelo, jadeando. La espalda me ardía, la vista se me nublaba. Y en ese momento, temblando y cubierto de sangre, comprendí una verdad aterradora:
La naturaleza tiene sus propias leyes —y cuando los humanos las rompemos, no somos más que intrusos.