Un hombre vestido de negro seguía a una niña con intenciones horribles. Lo que hizo la pequeña literalmente le salvó la vida.

 Un hombre vestido de negro seguía a una niña con intenciones horribles. Lo que hizo la pequeña literalmente le salvó la vida.

El sol ya se inclinaba hacia el ocaso, alargando sombras largas e irregulares sobre la calle silenciosa. Emma Parker, de siete años, caminaba a casa desde la escuela, abrazando su mochila rosa. La cremallera se había atascado otra vez y los lápices se escapaban rodando por el asfalto. Su bufanda, un poco más larga de lo debido, se enganchaba en la manga.

A su alrededor, un silencio inusual. No se escuchaban autos, no se veía a los vecinos. Solo hojas secas crujían bajo sus pies.

Y entonces lo vio.

Frente a su casa, estaba un hombre: alto, con un abrigo negro largo. El cuello levantado, el rostro parcialmente cubierto por una bufanda oscura. No se movía. Solo la miraba.

Emma se quedó paralizada.

Su corazón latía tan fuerte que parecía que todo el mundo podía escucharlo. Recordó las palabras de su padre: «Si sientes peligro, no te escondas. Haz ruido. Enciende la luz».

El hombre giró la cabeza. Sus ojos, fríos y oscuros, se encontraron con los de ella. Dio un paso. Y luego otro. La calle estaba vacía.

Emma no respiraba. Sus pasos se acercaban, más rápidos, más seguros.

Y entonces algo hizo clic dentro de ella.

Corrió hacia la puerta del edificio y la cerró de golpe tras de sí. Su mano temblaba, pero presionaba todos los interruptores con todas sus fuerzas. La luz parpadeó y se encendió, llenando la escalera con un brillo cegador.

Luego corrió hacia la puerta más cercana y golpeó con los puños.

—¡Ayuda! ¡Por favor! ¡Alguien! —gritó, su voz temblando pero cortando el silencio como un cuchillo.

Desde el interior se escucharon pasos. La cerradura hizo clic.

En el umbral apareció un hombre corpulento con ropa de casa. A su lado, su esposa, sorprendida pero alerta.

—¿Qué pasa? —preguntó él con firmeza, mirando hacia abajo, donde se encontraba la figura oscura al pie de las escaleras.

El hombre de negro se detuvo. Por un instante sus miradas se cruzaron, luego se giró bruscamente y desapareció por la esquina. Solo quedaron sus pasos resonando en el patio.

Emma estaba de pie, respirando con dificultad. La luz le dolía en los ojos, las manos le ardían de golpear la puerta. Abrazaba su mochila como un escudo.

El vecino la ayudó a entrar y la sentó en una silla. Su voz sonaba grave, tranquilizadora, pero Emma solo escuchaba una cosa: las palabras de su padre, como si estuviera allí:

«Irradia luz. Haz ruido».

Esa noche comprendió que el valor no siempre es ruidoso. A veces se manifiesta en la voz de un niño, atravesando el silencio.

Y cuando la oscuridad se cierne alrededor, incluso la chispa más pequeña puede ser la salvación.

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