Un preso acosó a un anciano sin conocer su verdadera identidad. Lamentó profundamente sus actos

 Un preso acosó a un anciano sin conocer su verdadera identidad. Lamentó profundamente sus actos

El bloque de la prisión olía a hierro oxidado, sudor y miedo.
El aire era tan espeso que parecía que se podía cortar con una navaja.

A la celda número 17 llevaron a un nuevo recluso —un hombre canoso, de unos sesenta y cinco años— que caminaba despacio, sin levantar la vista, con la calma de quien ya aceptó su destino.
Sus manos temblaban, pero no por debilidad: era el temblor de alguien que aprendió a controlar cada movimiento.

Su nombre: Simón Plata.
En su expediente: asesinato en circunstancias especiales, cadena perpetua.

En la celda había siete hombres. Todos se giraron para observarlo.
Era fácil juzgarlo: un anciano, débil, sin conexiones, sin amenaza.
Pero había algo en sus ojos… algo helado. Una calma que inquietaba.

El líder del bloque, “El Bicho”, un tipo corpulento de veinticinco años con tatuajes que le subían por el cuello, lo observó con una sonrisa torcida.
Era el rey del lugar. Controlaba las camas, la comida y las reglas. Su poder nacía del miedo, no del respeto.

—Bueno, abuelo —se burló acercándose—. Aquí todos los nuevos tienen que servir. ¿Entiendes las reglas?

Simón colocó su cuenco sobre la mesa y respondió en voz baja:
—Las reglas… siempre dependen de quién las escribe.

El Bicho soltó una carcajada y lo empujó.
—Aquí las escribo yo.

El viejo no contestó. Simplemente se sentó en la litera inferior y cerró los ojos.

Los demás rieron. Para ellos era una escena común: otro anciano que pronto aprendería su lugar.
Pero algo en la quietud de Simón no encajaba.

Al día siguiente, el Bicho derramó un plato de gachas calientes sobre su manta.
Simón no reaccionó. Solo lo miró —una mirada fría, impenetrable.

—¿Qué pasa, viejo? ¿Te congelaste? —rió el Bicho.

Silencio.

Entonces lo agarró del cuello.
El anciano no se resistió, solo dijo:
—No me toques, muchacho.

—¿Y si lo hago? ¿Qué harás tú, viejo? —gruñó el Bicho.

Simón lo miró. Un destello breve, cortante, cruzó sus ojos.
—Te lo advertí.

El golpe llegó. Un puñetazo en la cara.
Simón no cayó. Solo se limpió la sangre con un dedo, la observó como si no le perteneciera y murmuró:
—Ahora sí empezó.

Esa noche, el Bicho no pudo dormir.
Escuchaba pasos suaves, susurros, un movimiento apenas perceptible en la oscuridad.
Se incorporó, pero solo vio al viejo, sentado en su cama, despierto, mirando hacia la nada.

—¿No duermes, abuelo? —preguntó.
Silencio.
Luego una voz tranquila:
—Dormir es un lujo para los que tienen la conciencia limpia.

A la mañana siguiente, el Bicho volvió a provocarlo.
Nada.
Al tercer día, perdió la paciencia. Sacó una navaja casera de debajo del colchón y la clavó en la pared junto al anciano.

—O haces lo que te digo o te corto las orejas.

Entonces todo cambió.
Simón levantó la mano con un movimiento tan suave que nadie vio el cómo.
En un instante, la hoja estaba en su poder, sostenida al revés, como si hubiera nacido para usarla.

El Bicho retrocedió.
—¿Qué demonios eres tú?

—No demonios —respondió el viejo—. Solo experiencia.

Dejó la navaja sobre la mesa.
—Elige bien tus batallas, hijo. A veces, no hay segunda oportunidad.

Desde entonces, el silencio reinó.
Nadie volvió a molestarlo. Los rumores crecieron:
“Ese viejo no es cualquiera.”
“Dicen que era un agente… un asesino de los servicios secretos.”

El Bicho fingía reír, pero sus manos temblaban.
Por las noches soñaba con los ojos del anciano: grises, inmóviles, como la muerte misma.

Días después, un preso del bloque vecino apareció muerto. “Ataque al corazón”, decían.
Pero los que lo vieron sabían que no fue así: una fina línea roja rodeaba su cuello.

Esa noche, el Bicho se acercó al viejo.
—¿Fuiste tú? —susurró.

Simón levantó la vista lentamente.
—¿Y si lo fuera? ¿Cambiaría algo?

—¡Dímelo! —gritó el joven golpeando la mesa.

—No maté a nadie —respondió el anciano con calma—. Solo observo. A veces, los hombres se destruyen solos.

—¡Tú los asustas! —rugió el Bicho.

—No —dijo Simón, mirándolo con una serenidad que helaba la sangre—. Solo les muestro sus demonios. El tuyo vive debajo de tu piel.

El joven retrocedió, sintiendo un escalofrío recorrerle el cuerpo.
El anciano lo sujetó de la muñeca con una fuerza imposible para su edad. Un chasquido seco.
El Bicho gritó.

—Te dije que no me tocaras —susurró el viejo—. Si quieres vivir, mantente lejos.

Desde entonces, el “rey del bloque” dejó de serlo.
Se convirtió en un espectro, consumido por la paranoia.
Tres días después lo encontraron muerto, colgado con una sábana. Suicidio, dijeron.

Simón solo asintió al oír la noticia.
—Vivió con miedo demasiado tiempo —murmuró—. Era cuestión de horas.

La celda 17 nunca volvió a ser la misma.
No hubo más peleas. No hubo gritos. Solo un silencio denso, respetuoso.
Incluso los guardias pasaban rápido frente a la reja, evitando mirar hacia dentro.

El anciano seguía igual: tranquilo, escribiendo cada noche en un cuaderno viejo.
Cuando murió meses después —sin dolor, sin ruido— lo encontraron con el lápiz aún en la mano.

En la última página se leía:

“Cada bestia lleva una máscara humana.
Lo importante es saber cuándo quitársela.”

Simón Plata, Agente Nº47. Caso cerrado.

A partir de entonces, nadie quiso dormir en la celda 17.
Los nuevos pedían traslado al amanecer, murmurando lo mismo:

“Siento que alguien me observa.”

Y en la pared, grabadas con letras casi invisibles, quedaban las palabras:
“El silencio es el mejor testigo.”

Dicen que, en noches de luna, aún se escucha el sonido de un lápiz sobre el papel.
Como si la Muerte misma siguiera tomando notas.

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