Una enfermera accedió a bañar a un joven paralizado para no perder su trabajo: lo que descubrió durante el baño la dejó petrificada de horror.

 Una enfermera accedió a bañar a un joven paralizado para no perder su trabajo: lo que descubrió durante el baño la dejó petrificada de horror.

Después de la queja de otro paciente, el director llamó a la enfermera a su despacho.

—A partir de hoy, Anna, ya no serás enfermera. Serás solo auxiliar. Te encargarás de bañar a los pacientes… eso es todo.

Anna apretó los puños.
—Pero, señor director, estoy cumpliendo con mi trabajo. ¿Por qué conmigo?

—Porque la gente se queja. Siempre estás con el teléfono en vez de atender a los enfermos —respondió con frialdad.

Ella levantó la mirada, conteniendo las lágrimas:
—Tengo una hija enferma. Necesito saber cómo está, aunque sea por mensajes.

—Eso no es problema mío —dijo él—. O haces lo que se te dice, o puedes irte.

Anna asintió en silencio. No podía perder el trabajo; los medicamentos de su hija eran muy caros.

Ese mismo día le indicaron que fuera a la habitación de un joven paralizado, Luka, de 27 años. Hace unos años sufrió un accidente terrible y desde entonces estaba completamente inmóvil, moviendo solo cuello y ojos.

Anna entró en la habitación. En la cama, un joven pálido y hermoso, con pestañas oscuras y mirada cansada.

—Buenos días, Luka. Voy a ayudarle a bañarse, ¿de acuerdo?

Él asintió ligeramente.

Con ayuda de un auxiliar, Anna lo trasladó con cuidado a la bañera. Llenó el agua tibia, comprobó la temperatura y añadió un poco de espuma aromática para hacer más llevadero el momento.

Silencio. Solo el murmullo del agua y sus respiraciones suaves.

Anna comenzó a lavarle las manos, luego el pecho, luego los hombros. Todo con calma.

Y de repente…

Él movió la mano. Agarró su muslo.

Anna gritó, retrocediendo:
—¡Luka! ¿Qué está haciendo?!

Él la miraba con los ojos abiertos, confundido.

—No… puedo moverme —susurró—. No fui yo…

—¡Pero… lo sentí! ¡Me agarró!

Luka negó con la cabeza, con lágrimas en los ojos:
—Se lo juro, no hice nada…

Anna, aún temblando, llamó al médico. Minutos después, entró corriendo el director, el mismo que esa mañana la había degradado.

Comprobó el pulso, examinó el brazo del paciente, presionó los músculos… y de pronto se detuvo.

—Increíble… —murmuró—. Esperen… otra vez…

Tocó de nuevo el codo de Luka, y los dedos se movieron apenas, pero se movieron.

El director levantó la mirada hacia Anna:
—Accidentalmente tocó el nervio del codo. Es un reflejo… pero significa que aún hay nervios vivos.

Anna no podía creerlo.
—¿Quiere decir…?

—Sí —interrumpió él, casi sonriendo—. ¡Se puede recuperar la movilidad! Si empezamos la rehabilitación de inmediato, tiene oportunidad de volver a caminar.

Anna se llevó la mano a la boca. Las lágrimas bajaron solas por sus mejillas.

El director, que esa mañana le había ordenado “bañar a los pacientes” con frialdad, ahora la miraba de otra manera:
—Acaba de salvarle la vida —dijo en voz baja.

Anna miró a Luka. Él sonrió, por primera vez en años.

Esa noche, de camino a casa para ver a su hija, Anna caminó bajo la lluvia, sintiendo cómo algo nuevo crecía en su interior. No era orgullo, ni alivio. Era fe.

Comprendió que incluso un contacto aparentemente casual puede convertirse en un milagro.

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