Una osa salvó a un bebé, devolviendo al guardabosques el favor por haber salvado a su cría. Una historia que conmovió incluso a los corazones más duros.

 Una osa salvó a un bebé, devolviendo al guardabosques el favor por haber salvado a su cría. Una historia que conmovió incluso a los corazones más duros.

En un pequeño poblado del norte, al borde de los espesos bosques de Carelia, vivía un viejo guardabosques. Compartía su casa con su hija, su yerno y su pequeño hijo: un niño tranquilo, de ojos claros, por quien el abuelo habría hecho cualquier cosa.

Un verano, el guardabosques se adentró en el bosque en busca de arándanos, con la intención de alegrar al niño con frutas frescas. Conocía esos parajes como la palma de su mano, así que se internó lejos, donde los frutos eran más grandes y el aire más denso.

Se agachó, dejó la cesta a un lado y comenzó a recoger los arándanos con calma y concentración. Tan absorto estaba que no advirtió que se había acercado al borde de un profundo agujero. De pronto, un rugido amenazante rompió el silencio.

Delante de él se erguía un oso. Grande, vigilante, que se acercaba resoplando como si decidiera castigar al intruso.

El guardabosques no se asustó: nunca iba al bosque sin su rifle. Lo levantó y disparó. El eco retumbó entre los árboles, y el oso retrocedió… pero no huyó.

Entonces comprendió: no era él el problema. A pocos pasos, un osezno yacía en el suelo, pequeño y lloriqueando, con una pata atrapada en una trampa. La madre estaba junto a él, sin saber cómo ayudar.

Con cuidado, el hombre se acercó, sacó un cuchillo de su bolso y liberó al cachorro. Este corrió hacia su madre, y el guardabosques, sin esperar a que ella reaccionara, se apresuró a alejarse.

Caminaba rápido, escuchando cómo crujían las ramas tras él. Parecía que alguien lo seguía. Solo al llegar al borde del bosque se atrevió a mirar atrás: allí estaba ella, la osa, observándolo. Durante largo rato. Sin enojo, sin amenaza. En su mirada había algo humano: gratitud. Entonces, el guardabosques no lo entendió; pensó que simplemente había escapado por suerte.

Pasó un año.

Una tarde, el anciano estaba sentado junto a la ventana, esperando a su hija y su yerno, que habían ido a la ciudad a comprar una cuna. La familia esperaba un nuevo miembro, y él no dejaba de mirar el camino. Pero el sol ya caía, y ellos no regresaban.

De pronto, un vecino entró corriendo, pálido y agitado.
—¡Hay peligro! —gritó—. ¡Un oso anda por el pueblo! ¡Con la boca ensangrentada! ¡Arrastra algo entre los dientes!

El guardabosques tomó su chaqueta y salió corriendo. La gente se reunió, gritaba y disparaba al aire. La osa, sin alejarse mucho, permanecía en el borde del bosque. Al ver al anciano, bajó la cabeza, se acercó y dejó en el suelo algo envuelto en una tela roja. Luego retrocedió, tranquila.

El guardabosques se quedó paralizado. La reconoció: era la misma osa.

Se acercó. Sobre la hierba, envuelto en el vestido de su hija, yacía el bebé. Vivo. Su nieto.

El corazón del anciano dio un vuelco. Comprendió: el animal quería que lo siguiera. Y así lo hizo. La osa caminaba despacio, volteando de vez en cuando, hasta llevarlo a un viejo puente abandonado y podrido. Debajo: un precipicio, piedras, y dos personas.

El yerno estaba muerto. Su hija apenas respiraba.

Con la ayuda de los vecinos, lograron sacarla. Los médicos luego dijeron que era un milagro que hubiera sobrevivido. Al recobrar el sentido, contó que había convencido a su esposo de cruzar a pie por un lugar conocido. Las tablas del puente no soportaron el peso y se hundieron. Por el miedo, comenzaron las contracciones. Solo recordaba que un oso se le acercó… y luego la oscuridad.

Entonces el anciano lo entendió todo. La osa había devuelto la deuda. Salvó a su nieto, así como él había salvado años atrás a su cría. Recordó aquella mirada en el bosque. No era ira: era gratitud. Solo ahora pudo reconocerlo.

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